La compasión, que en griego llaman empatía, es esa capacidad humana de imaginarnos y recrearnos lo que supuestamente sienten los demás. En concreto, es un "compartir el sufrimiento".
Este compartir nos despierta la ilusión de ser iguales y con ello de comprender lo que otros están viviendo. Pero insisto, no es más que una ilusión mental sobre la cual se ha estructurado una ética harto antigua, seductora y quizás, también, peligrosa: la de una liberación.
Hablamos de una ética que, de raíz, criminaliza el sufrimiento y quisiera exterminarlo de la vida. Incluso llega a juzgar y valorar el sufrimiento como algo contrario a vivir.
Era joven, tenía unos 15 o 16 años, cuando me contaron la historia de Siddharta Gautama; pero me quedó marcada a fuego. Hablamos de un antiquísimo príncipe cuyo padre quiso que viviera una vida de mimos, privilegios y cuidados tales que, en un futuro, hicieran del niño un gobernante feliz y dichoso.
El rey, deseando la plena felicidad de su hijo heredero, dictaminó que el niño creciese en un palacio bellísimo, lleno de riquezas, música, jardines y juegos; que las gentes que le rodearan fueran siempre lozanas, bellas y jóvenes. Que no conociese jamás a nadie enfermo ni pobre ni triste o enfadado ni viejo. Que la palabra "muerte" fuera prohibida y las preocupaciones sancionadas.
Creciendo entre algodones, perfumes y sonrisas perennes el chico empezó a plantearse cosas, pues no le encajaban. Y, sobre todo, sentía como el palacio se le quedaba pequeño; esos dorados muros ya empezaban oler a prisión, despertando su perspicacia y curiosidad: -¿Qué habrá allí fuera?- Se preguntó.
Un día, confesando tamañas inquietudes a su mentor, éste le razonó: -Siddharta, no te preocupes por lo que haya allí fuera. Eres especial y éste es tu mundo, entre canciones alegres y bailarinas, un mundo de risas perennes y agradables fragancias. Allí fuera simplemente hallarás fealdad, tristeza, preocupaciones y dolor- Con lo que le contestó el muchacho:
-¿Fealdad, tristeza, preocupaciones y dolor? ¿Qué es eso maestro?-
-Nada, Siddharta, nada. Mejor cantemos y bailemos...-
Y así transcurrieron los días, y meses. Hasta que una mañana, paseando por uno de los grandes jardines exteriores del palacio, al borde del muro, el joven príncipe encontró una pequeña portezuela. La tanteó con un suave golpe, y se abrió. Introdujo su bien peinada cabeza y sólo vio oscuridad, silencio; olía a hueco. Adelantó su desnudo y delicado pie y una fría sensación húmeda le estremeció; lo había hundido en un charco de barro.
Este primer escalofrío lo paralizó por unos instantes, pero también despertó su curiosidad, y atientas prosiguió caminando a través de ese resbaladizo lodo. Fueron sólo unos segundos, pues no tardó en vislumbrar una tenue luz al fondo.
De repente el sol, cuyos rayos cayeron a plomo sobre sus ojos, le cegó. Se cubrió con el brazo al instante, y mientras daba un paso más para salir del muro... -¡Ay!- Exclamó lastimado.
El filo de una piedra que sobresalía agreste en el suelo le había herido un dedo del pie. La sangre salpicó y empañó el barro que recubría sus pies. Nunca antes había sangrado ¿Cómo no iba a gozar de una piel suave y delicada?
El joven empezó a cojear; extraña sensación la que le invadió: una presión interior zozobrándole la cabeza le llevó a emitir por instinto otro lamento más a fin de descargarla; pero los pinchazos persistían. Se sentó mientras sus manos acariciaban sus pies, y se tambaleaba aquejumbrado.
-¿De qué te quejas como una niña?- Oyó de repente el chico. Una figura grotesca, cojitranca, encorvada se había detenido a unos metros mirándolo con expresión rara. El chico no supo qué contestarle, pero le señaló el pie. La figura se acercó y el príncipe se sobresaltó; se había asustado por primera vez en la vida.
-Va, esto es un cortecito de nada; no perderás el pie como yo perdí la mano- Soltó con cara de desprecio, mientras le mostraba el destrozo que tenía por brazo escondido entre harapos. Luego se giró para su carrito de madera de donde sacó un cuenco lleno de un líquido algo denso y mugriento. Lo escarchó sobre la herida del aquejado, mientras la sangre y el barro se disolvían oscureciendo todo el pie.
Una extraña sensación removió el estómago del chico ante el fuerte hedor que desprendía el manco harapiento y el sucio baño al que le sometía. Sí, una desagradable e inédita sensación de "no querer ver a ese ser y marcharse de allí" le sobrepuso de golpe. Se levantó, le agradeció el cuidado por cortesía, mas no por convicción, y se dispuso a marcharse de allí.
Después de cojear durante unos minutos bordeando el largo muro de palacio encontró otras dos figuras, también grotescas, junto a un niño pequeño rodeado de moscas. Esas gentes ni reían ni bailaban, sino que murmuraban palabras ininteligibles en un tono grave y bajo; las dirigían al niño, que recostado en un montículo de troncos estaba como dormido ¡ Y le prendieron fuego!
Al príncipe se le heló el aliento -¡Qué hacéis!- Chilló horrorizado con toda el alma.
Y esos dos se giraron hacia él como sorprendidos por sus gritos. Trabajo les costó explicarle que el niño no dormía y que la quema era el ritual funerario que todas las gentes recibían al dejar de respirar antes de que su cuerpo empezase a descomponerse pasto de gusanos y moscas.
Notó como sus ojos se humedecían, el corazón se le encogía y la respiración se volvía más lenta y pesada: un tenebroso agujero se abría dentro de su estómago, donde habita el alma, reduciendo todos sus sentimientos y sensaciones a nada.
A pasos lentos y titubeantes, sin apenas chispa en su mirada ensombrecida, regresó a la puertezuela del muro dorado. Volvió a pisar el lodazal que cubría el suelo mientras tanteaba a ciegas el corto pasadizo que le llevó de regreso al jardín de palacio.
Todo a su alrededor dejó de brillar y sus sirvientes, bailarinas y amigos enmudecieron al ver su pelo desaliñado peinando su taciturno rostro. Una de las doncellas más queridas se le acercó con delicadeza y parsimonia mientras le preguntaba a modo de calma: -Cariño, ¿qué te ha sucedido en el pelo, en los pies, en los ojos?-
Él, aún sumido en el abismo que le resquebrajaba por dentro, la miró y con una lagrima por voz tartamudeó: -Hoy he descubierto un nuevo mundo, el mundo del dolor, el sufrimiento y la muerte- La chica en silencio le asió de la mano como si fuera una florecilla de pétalos púrpuras; el príncipe prosiguió -Y este mundo está aquí al lado- Giró lentamente la cabeza hacia el muro -Ahí, al lado de mi burbuja multicolor- Tragó saliva por la angustia que le recorría el pecho entero: -Mi burbuja ha explotado en el aire sin avisar. Ha desapareciendo ya para siempre-
Lloró en su alcoba durante un día o dos sin desear estar con nadie más que con su dolor y los pensamientos que éste encendía como locuras de medianoche en su mente trastornada. Al final se serenó, pues sufrir también cansa y agota, hasta quedarse dormido.
Al levantarse exigió volver a salir de su jaula de oro. Quería volver a zambullirse en ese lodazal llamado mundo. Y fue así como dejó atrás su arco iris, acompañado por su mentor.
Durante semanas ambos recorrieron el mundo. Su mente por doquier sólo detectó pobreza, discusión, odios y riñas, estupidez, enfermedades, desgracias, muertes y vejez. Incluso las risas despertaban asco en esas bocas desdentadas de las gentes: -Todo está corrompido y podrido. El dolor y la carcoma campan a sus anchas en este mundo que alimentan a mis ojos ¡Y cuánto sufren los pobres al tener que tragarse semejantes calamidades! Ya ni lágrimas sueltan para apaciguar mi alma, dulce y sensible y habituada a canciones y lisonjas. Sí, quisiera cerrarlos para que descansaran en paz- Sollozó amargado -Ya nada me place de esta vida-.
Ciertamente el dolor es un "no aguantar", un querer desquitarse, un no poder asimilar lo que se vive y experimenta. El dolor nos empuja a querer buscar una salida, una solución ¡Una salvación! Con este dolor Siddharta se creó su mundo, al que llamó Nirvana, y entonces se convirtió en Buddha.
El dolor crea mundos y transforma.
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