Hay ciertas lecturas que suelen marcar nuestras inquietudes intelectuales, ya de jóvenes.
Desde adolescente me ha atraído esa peculiar cultura promocionada por personajes jubilados de las frenéticas necesidades y preocupaciones de sus tiempos, y cuyos libros no persiguen ni el aplauso ni la recompensa, sino el regalar.
Para tales autores el escribir siempre ha representado un acto de generosidad y, en tal sentido, una demostración de riqueza interior. Ciertamente, no pocos filósofos suelen estar entre este tipo de personajes peculiares y dadivosos. Pero no son los únicos.
¿Qué me fascina de ellos? Apreciar como en sus palabras siempre se respira una atrevida y audaz libertad de pensamiento.
Verlos engalanarse con un descarado y vibrante escepticismo hacia los sectarismos e ideologías de su época, me regocija y seduce. ¿Acaso no hay que tener coraje para no verse arrastrado por el río de tonterías que la gente toma en serio y se preocupa y se desvive a diario como si fueran verdades absolutas?
Pues sí, ese aroma transgresor que desprenden para con el despotismo de las modas, de los partidismos, de lo "político correcto", impuesto por la "idiocracia" de sus tiempos, me atrae como la luz a la mariposa.
Con arrogancia, suficiencia y cierto cinismo estos ingenios han abierto un patio propio de "verdades tabú", donde éstas bailan con alegre inocencia, entre sutiles risas y pícaras miradas, mientras sus contemporáneos fácilmente se atragantan con ellas.
Siempre hay verdades que ofenden y con motivo se tapan; a veces bajo el delicado velo de los eufemismos o de la retórica más ampulosa, pero de común bajo el grueso manto del silencio a la espera de que llegue el Dios "Olvido" y se las lleve para siempre.
Por supuesto, hay que jubilarse de la sociedad para ser capaz de destapar estas verdades; quizás hasta convertirse en el niño que, con ilusión, risas y nervios destapa la manta del "tió" y descubre, allí escondidas, un montón de cosas "nuevas".
¿Será por eso que los primeros historiadores, arrogantemente imparciales, como Tucídides o Salustio, fueron personajes completamente jubilados de sus sociedades?
¿No será por eso que los hombres de ciencia más destacados tuvieron que apartarse de los relatos imperantes, ponerlos en duda hasta la burla, así como Galileo se ríe del aristotelismo eclesiástico en sus "diálogos entre los dos máximos sistemas del mundo"?
¿Acaso se duda aún? Vivir en sociedad es vivir de forma superficial y olvidadiza. Es llevar una vida de postureo y modas; un seguir la corriente, incluso yendo a contracorriente ¡Hoy y hace 3.000 años!
Con motivo me fascinan estos caracteres transgresores, libres y burlones hasta la seriedad. Ingenios capaces de crear su propia esfera de sentimientos, intereses y apreciaciones, de verdades y mentiras, a partir de una larga y madurada asimilación de sus experiencias más personales y singulares.
Y no nos engañemos, por más transgresores que se nos muestren tienen muy poco de revolucionarios. Raramente quieren luchar contra la sociedad; esa secta de simples y superfluos dirigida, de ordinario, por cabreros arribistas.
Además, no es el resentimiento ni el odio ni la sensación de impotencia sazonada por una biliosa sed de venganza -y que todo revolucionario tilda arbitrariamente de "injusticia"-, lo que les mueve. Es la sensación de libertad: de poder hablar a su antojo de cosas que la mayoría, por mil motivos, no se ve capaz.
Con razón admiten sin amargura y con gran "fair play" la crítica, la disputa y por ende, la conversación. ¿Cuándo un revolucionario ha admitido una crítica a sus ideas o el dudar mismo de sus "grandes" causas? A fin de cuentas, un revolucionario sin causa ya no es nadie -tan pobre y vacío es su espíritu.
En efecto, pues, el privilegio espiritual de estos personajes singulares es el poder hablar de sus experiencias, y el aprendizaje que han sacado de ellas: -¿Le podrá ser útil, beneficioso y benigno a otros?- Se pregunta ilusionado. Y al sospechar que sí, lo regala deseoso que alguien, más preparado y superior a él mismo, pueda sacarle mejor provecho.
A continuación me gustaría comentar, y colgar, algunos de estos autores con sus textos:
Nicolás Maquiavelo, "El príncipe", "discursos sobre la primera década de Tito Livio" y "la Mandragora".
Leí "el Príncipe" por primera vez con 14-15 años. Fue como tomarme un plato de macarrones a la boloñesa después de un día intenso: apetitoso, energético, revitalizante.
Maquiavelo coge por banda la condición humana y con un bisturí la raja de arriba a bajo sacando a relucir todas sus vísceras, por más desagradables sean éstas. ¿Acaso con semejante crueldad no se demuestra honestidad y respeto hacia el lector? Al menos, no se nos trata como si fuéramos bobos pusilánimes apegados a mentiras piadosas y consoladoras, por más inteligentes sean éstas.
En el príncipe se comentan ideas de primer orden de forma sencilla y sensual, directa y elegante. ¿Para qué emplear 3 líneas si se puede en una? Es un libro ligero, compensado y rico con el cual la inteligencia pega brincos como el alegre caballo al cabalgar.
Ya años más tarde, con los "Discursos" a modo de un delicioso segundo plato, aprecié como Maquiavelo despliega toda su potencia espiritual como quien empuña una espada calzando un guante de seda: con dureza y suavidad, con precisión y elegancia.
Confieso que Maquiavelo es el único a quien he apreciado la sagacidad de tratar la historia como una ciencia efectiva, es decir, un arte ¡Y con bastante éxito! Normalmente, y por influencia positivista, la historia no deja de tomarse como una mera clasificación temporal de datos y hechos, con lo cual se termina creando un "producto" muerto, momificado, destinado a los simples visitantes del "museo del tiempo". El florentino, sin embargo, la usa a modo de ingeniería social ¡Y así la dota de vigor!
Quizás, algún día exponga los avances conceptuales empleados por Maquiavelo en el tratamiento de la historia; de cómo se adelanta un siglo al método científico de los físicos; de cómo emplea, 300 años antes de su formulación matemática, "el lagrangiano y el hamiltoniano" en el análisis del estado de una organización humana para predecir su evolución en el tiempo y con ello valorar, de forma fisiológica, su comportamiento.
Los postres son la "Mandrágora". Un helado cremoso y fresco, ácido y dulce a la vez, lleno de matices sobre la condición humana, que se deshace en la boca hasta dejarnos una sonrisa permanente.
No sólo valen la pena las historias más picantes y voluptuosas, sino también aquellas que delatan el ingenio humano para sortear las dificultades que siempre nos impone ya la vida misma ya los hábitos sociales con sus leyes, costumbres y tradiciones.
Es quizás, también, la primera obra no sólo antieclesiástica, sino anticristiana de la Europa post romana:
-Se ensalza la sagacidad y astucia individual; la iniciativa y su amor propio lleva a los personajes a usar toda su audacia para sortear miedos e incertidumbres, negándose a renunciar a sus deseos más fuertes.
-Se ensalza la belleza y la sensualidad, así como un deseo natural hacia las riquezas y alegrías mundanas, como bienes propios de la vida.
-Se ensalza el saber aprovechar la oportunidad, ya utilizando a los bobos e idiotas para provecho propio ya adivinando el comportamiento de las cosas.
Sin duda, todos ellos son valores anti cristianos; o en palabras de Nietzsche: valores con un marcado talante aristocrático, noble y por consiguiente, libre.