Época heroica; primera mitad del segundo milenio.
En este período encontramos la ética Homérica. Estamos en un mundo donde el sentimiento de estado, raza o nación aún no existe. Sí existe, pero, el sentimiento de procedencia, de formar parte de una familia o tribu concreta y por ello, de poseer una cierta genealogía hereditaria:
Los héroes se presentan todos como "hijos de su padre", y se valoran y se respetan más o menos por lo que hicieron sus padres.
Se aprecia como se ensalzan unos valores muy peculiares: aspirar a la grandeza personal. Para ello cada héroe debe descubrir cual es su virtud y hacerse famoso por ella mediante acciones excepcionales que serán dignas de ser recordadas para la posteridad:
Unos serán recordados por su inteligencia y astucia (Ulyses), otros por su valentía o su brutalidad (Aquiles), otros por su afán aventurero (Jasón), otros por su sed de dominio y poder (Agamenon, que para ello incluso sacrificó a su hija) otros por sus pasiones (Paris), otros por su arte y delicadeza (Orfeo, Homero o Dédalo), etc... Cada uno puede encomendarse a un Dios particular para lanzarse hacia su grandeza personal. De aquí que se adore el politeísmo pagano con tanta intensidad.
La mentalidad, pues, es de clara superación individual: intentar ser mejores que sus ancestros, y también sus contemporáneos, mientras se enfrentan a su propio destino. Para ello se venera con cierta fatalidad la lucha, la competición, el conflicto, los retos, las dificultados donde la mayoría perecen; y también los premios, recompensas o castigos.
En definitiva, en esta época se cree ciegamente en un destino personal oculto, tejido por las Moiras al nacer, y que el tiempo irá desvelando poco a poco ¡O de golpe y de forma cruel!
Época nacionalista: Amor a la patria. El Estado como meta y destino vital.
A mediados del segundo milenio empiezan a aparecer, de nuevo, ciudades de cierto tamaño en Grecia, y el mediterráneo. Los asentamientos humanos han vuelto a crecer: las desperdigadas tribus que durante siglos habían estado deambulando medio salvajes se han asentando, rejuntándose unas cuantas entre ellas, hasta configurar las bases socio-culturales de las ciudades.
La gente, pues, ya no se identifica únicamente por su procedencia familiar y tribal, sino que empieza abrir su mirada y a venerar, también, su pertenencia nacional -la ciudad donde ha nacido. Ciudades como Atenas, Roma o Cartago toman cuerpo con fuerza.
Con motivo se empieza a desarrollar una fuerte consciencia social: desear ser buen ciudadano por encima de todo.
En este período, en Grecia, cabe destacar la aparición de los famosísimos 7 sabios, que expanden esta nueva moral ciudadana por todo occidente a través de las colonias griegas repartidas por el mediterráneo.
Con el florecimiento de esta nueva consciencia se producen las primeras revueltas sociales contra reyes, tiranos, etc. Por ejemplo, Brutus lidera la revuelta romana que expulsa a los Tarquinios y, con ello, se instaura la joven república romana que irá creciendo paulatinamente durante los siguientes siglos. O en Atenas Solón organiza la suya para instaurar una democracia, que durará poco.
En fin, la revuelta social parece ser un movimiento sociológico bastante general en todo el arco mediterráneo durante esta época.
¿Qué es ser un buen ciudadano?
Para esta mentalidad nueva, un buen ciudadano es aquel que persigue el engrandecimiento personal favoreciendo el engrandecimiento del estado, es decir, la patria. En este contexto se entiende que la patria no es más que el Bien Común, "lo que pertenece e incumbe a todos" -de aquí precisamente el término República.
Se empieza a entender, pues, que vivir para el "Bien Común" (la república) es vivir como promotor de la grandeza de tu pueblo o ciudad. Con lo cual el buen ciudadano es el que se sacrifica para contribuir en la grandeza de su pueblo; así bien lo expone Pericles, por ejemplo, en su famoso "discurso fúnebre".
En este sentido, se entiende que toda grandeza precisa de sacrificios. No en vano estamos en la época de los grandes rituales de sacrificio público, algunos de más salvajes y crueles a nuestros ojos contemporáneos, como el circo romano, y otros de mas civilizados y espiritualizados como la tragedia griega.
Por tanto, en esta época se empieza a medir y valorar la grandeza vital del individuo (que llaman: la gloria y el honor) por su contribución a la grandeza de su pueblo. Es la época que se empiezan a establecer, por tanto, los mecanismos morales de recompensa y castigo sociales sobre los cuales se generarán las carreras meritocráticas para ascender socialmente.
En efecto, la grandeza de Roma en gran medida se debe, según cuentan Salustio, Tito Livio o Maquiavelo, a que el pueblo romano supo diseñar con gran maestría unos peculiares mecanismos meritocráticos, el famoso "cursus honorum", gracias a los cuales favorecieron el ascenso y aprovechamiento social de quienes demostraban poder ofrecer las mejores aportaciones a la sociedad romana.
En cambio la Atenas democrática se fue al traste, en gran medida, por no tener mecanismos meritocráticos efectivos -no supieron aprovechar las aportaciones de sus mejores ciudadanos, tal y como se aprecia, por ejemplo, con lo que le sucedió a Tucídides.
La llegada del intelectualismo moral.
La democracia Ateniense terminó siendo un desastre. Abrió la puerta al "todo vale", se cargó la meritocracia en nombre de las demagogias sociales, el igualitarismo y el sentimentalismo populachero.
El primero en intuir esta corrupción o debilidad social que acarreaba la democracia ateniense fue, seguramente, Eurípides, quien se dio cuenta de que la democracia había vuelto a los ciudadanos imbéciles e idiotas, es decir: incapaces de reflexionar y cuestionarse nada. Sólo discutían y se peleaban como hooligans por sus ideologías partidistas, o por aquello que los oradores de moda les condicionaban a base de proclamas sentimentales des del púlpito de los foros.
Eurípides decide aislarse del griterío demagogo de la ciudad, y retirado en una cueva donde meditar cree hallar el remedio a dicha debilidad ateniense: si la gente no reflexiona para intentar comprender la realidad de lo que sucede, dejándose llevar por lo que le cuentan o por sus filias y fobias, sus costumbres o supersticiones, entonces la solución será intentar enseñar al pueblo a reflexionar y comprender las cosas, para que luego pueda actuar bajo conocimiento de causa. Y como no hay nada más efectivo a nivel educativo que el arte, la cultura y el ocio, Eurípides se pone a escribir "tragedias reflexivas" para educar al pueblo.
En la obra de Eurípides, por primera vez, se establece la convicción ética de que sólo a través de una evaluación minuciosa y circunspecta de las causas y consecuencias de nuestras acciones es factible comprender qué decisión, o acción, será buena para nosotros, y cual nos llevará a la miseria, la ruina y con motivo, nos arrepentiremos y nos lamentaremos profundamente de ella.
Pero el pueblo de Atenas se enfurece ante esta pretenciosa manipulación ideológica de Eurípides, que él considera pedagógica. Son famosas las piedras que le lanzan en sus obras. Pero de entre el público descontento se encuentra un admirador ferviente y sincero: Sócrates.
Con Eurípides, Sócrates comprende que el Mal es, simplemente, una manifestación de la ignorancia de la gente cuando toma decisiones y hace las cosas sin ton ni son, de forma inconsciente, ciega e irracional, sin estudiar sus motivos ni prever su desenlace. En cambio, el Bien es la manifestación del conocimiento y el estudio de los sucesos: demuestra haber comprendido el porqué sucede una cosa y no otra y por ello, se han sabido prever con antelación las consecuencias de las decisiones y las acciones.
De aquí Platón, discípulo de Sócrates, hará germinar todo su multifacético pensamiento:
Sólo a través del estudio de las causas y consecuencias de nuestros actos es posible tomar buenas decisiones y por tanto, llevar una vida feliz, sin desdichas ni conflictos; sin miserias ni ignorancia. De aquí surge esa ilusión racional suya de pensar en una sociedad gobernada y dirigida por gente especial capaz de destinar su vida, no a ganar dinero, ni a ser famosos, ni a dominar y controlar a los demás, sino a estudiar el porqué sucede lo que sucede y las cosas son como son. Y luego, en base a tal estudio se perfeccionan en el divino arte de tomar buenas decisiones que redundan en la felicidad de toda la comunidad. A estos hombres excepcionales los llama "filósofos" -Los que sólo desean conocer-.
Este pensamiento fue asimilado de forma algo superficial y pragmática por los romanos, como se aprecia en Salustio o Cicerón. Con la entrada del cristianismo se perdió. Sin embargo, fue recuperado durante la edad moderna -basta con leer a Descartes, a fin de enarbolar la ciencia moderna, con la cual se abrieron las puertas de la Ilustración.
El cristianismo
Es un movimiento excepcional, único, singular y profundamente revolucionario. Nos cuesta mucho percibir el sonoro impacto que propició el cristianismo sobre la mentalidad antigua, para la cual, como se ha expuesto brevemente, la ética debía fundarse, en exclusivo, sobre la idea de ser un buen ciudadano; y ser un buen ciudadano implicaba contribuir, incluso con el sacrificio personal, a la grandeza de la nación.
El cristianismo conllevaba, en cambio, poner el objetivo de la vida fuera de la vida. Se colocó en "el reino de Dios", que se llama también "la salvación del alma". En este sentido, toda acción humana pasará a juzgarse arbitrariamente como buena si sirve para alcanzar este "reino de Dios", y mala si nos aleja de ella.
Ciertamente, han habido largas discusiones durante 2.000 años sobre qué acciones nos acercan al reino de Dios, permitiendo la salvación del alma, y cuales nos alejan de él -Todas las brutales y sangrientas guerras de religión modernas se nutrían de este conflicto teológico-moral.
Sin embargo, hay algunos preceptos que son básicos y comunes en el cristianismo. El primero y general sería lo que vulgarmente se llama, "la fe":
La salvación se alcanzaría mediante la fe en la palabra de Cristo, que al morir en la cruz promete la redención de los pecados de la humanidad y por tanto, abre las puertas a la llegada inminente del reino de Dios sobre la Tierra.
Pero luego tenemos el código moral fundamental del cristianismo, y que occidente ha interiorizado sin darse cuenta después de milenios de adoctrinamiento. Es un código moral que va en contra del código moral republicano (del buen ciudadano) y sobre el cual se sustentaba la meritocracia antigua, especialmente la romana.
Este código moral se condensa en las famosas 8 Bienaventuranzas:
1. Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. (Mateo 5:3)
2. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consuelo. (Mateo 5:4)
3. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra. (Mateo 5:5)
4. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. (Mateo 5:6)
5. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. (Mateo 5:7)
6. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. (Mateo 5:8)
7. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. (Mateo 5:9)
8. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. (Mateo 5:10)
El cristianismo es, como ya observan Maquiavelo y Nietzsche por ejemplo, un movimiento que coloca arbitrariamente el Bien en boca de los que sufren y lloran y no ven salida en este mundo terrenal nuestro. En los pobres e incapaces, tanto a nivel material como intelectual. En los que han sido abusados, perseguidos, conquistados, sometidos, ninguneados, etc.
Los buenos son, pues, todos aquellos que sienten como la vida y el mundo, de algún modo u otro, les van en contra y les ha fallado. No en vano tienden a desconfiar profundamente de ellos ¡Incluso conspiran en contra la vida y el mundo al tacharlos de ilusión y engaño! ¿Cómo conspiran? Prometiendo como remedio a todo los reveses vitales poder evadir el mundo y alcanzar el más allá, el reino de Dios, la vida eterna.
Mientras tanto, el cristianismo coloca arbitrariamente el Mal sobre cuanto representa el poder mundano. O dicho biológicamente, el mal sería cuanto se expresa como una cadena trófica; acaso toda sociedad próspera, compleja y poderosa como fue Roma. A fin de cuentas, a día de hoy ya empezamos a tener claro que todo lo poderoso y dominador en el mundo no es más que la expresión calidoscópica de una profunda cadena trófica.
Para entender esta conspiración contra la vida, el mundo y su lógica trófica que promovió el cristianismo quizás baste con poner atención a lo que nos cuenta San Agustín en su crucial obra magna: "La ciudad de Dios". ¿Acaso no se aprecia allí de forma bastante directa como se destruyó la mentalidad antigua en nombre de la "revolución de las almas" y el "más allá (la vida eterna)".
Dicho esto, cabría cuestionarse: ¿cuánto hay de moral cristiana trasnochada tras este movimiento posmoderno llamado woke y que representa al izquierdismo actual que aspira a someter todo occidente?
La ética ilustrada según Kant
Como se ha avanzado antes, la ética ilustrada surge de la convicción intelectual platónica que sólo comprendiendo la realidad, y dejando atrás las supersticiones, mentiras y engaños, podemos tomar buenas decisiones a fin de prosperar en la vida. De aquí la veneración de la ilustración hacia el conocimiento y la ciencias modernas como motor del progreso, hasta el punto que se llegó a estar convencido de la posibilidad, algún día, de llegar a comprender como se comporta en verdad y definitivamente la realidad. ¿Cómo no afectaría tal conocimiento y revelación divina a la moral humana y por tanto, a nuestra conducta?
Ahora bien, de entre los ilustrados uno de sus más importantes exponentes, Kant, representa paradójicamente la gran excepción a esta moral ilustrada profundamente racionalista. A raíz de la crítica de Hume hacia la noción de causalidad, Kant admite que todo conocimiento basado en causas y efectos siempre será aparente, parcial, interesado y por tanto, susceptible de ser modificado, criticado o replanteado. Por consiguiente, el alemán señala que basar nuestra acción moral sobre un conocimiento aparente y parcial del suceso sería un actuar de forma injusta e inmoral.
Por ejemplo, juzgar si matar o no matar a una persona concreta es bueno o malo valorando, analizando y estudiando sus posibles consecuencias resultaría parcial, interesado, incluso quizás caprichoso y por ello injusto, dado que jamás conoceremos, en verdad, las infinitas consecuencias de semejante acto. Simplemente nos fijamos arbitrariamente en unas pocas consecuencias según sean nuestras circunstancias y nuestros intereses de juicio. Con lo cual, razona Kant, si cambiamos las circunstancias y nuestros intereses, entonces reenfocaremos instintivamente nuestro juicio hacia otras consecuencias distintas que también se dan con tal acto de matar a fulanito, modificando con ello nuestra valoración moral al respecto.
Así pues, advirtiendo tan voluble y arbitraria situación Kant propone otra moralidad: hay que juzgar las acciones y decisiones humanas, no por sus causas y consecuencias, sino por sí mismas. Pues nunca vamos a conocer sus infinitas causas ni consecuencias.
Kant pide descontextualizar las acciones, y entonces juzgar una a una si por sí mismas son buenas o malas. Y juzgando categóricamente si el hecho de matar es bueno o malo indiferentemente de quien se mate, cuando se mate, y qué aparentes consecuencias evaluemos, Kant llega a la conclusión de que el acto de matar es malo por sí mismo, con lo cual cabe entender que siempre será un acto moralmente incorrecto. Woody Allen hizo una genial parodia de este análisis categórico concreto en su famoso "la última noche de Boris Gruchenko".
Aunque alrededor de esta idea moral básica Kant hilvanó toda una estructura conceptual sumamente compleja y desagradable, la situación moral que nos propone es simple: hay que separar las acciones de sus entornos y circunstancias y juzgarlas por sí mismas. Entonces el juicio ético que hagamos será universal.
Ahora bien, parece lícito preguntarse: ¿Por qué hay que hacerle caso a Kant? ¿Qué sacamos actuando y viviendo de tal modo? ¿Seremos acaso más felices, más famosos, más ricos y dichosos, más buenos ciudadanos...?
Kant reconoce que dirigiendo nuestra vida bajo la luz de la acción moral categórica no necesariamente seremos más felices, ni ricos, ni sanos, ni, quizás, seremos considerados como buenos ciudadanos en muchas sociedades que nos verán como peligrosos a sus intereses y deseos. De hecho reconoce que podemos experimentar muchas situaciones dolorosas, infelices y miserables actuando de forma moral. Ahora bien, con la acción moral Kant nos promete otra golosina diferente: alcanzar una forma de vida digna.
La dignidad humana es, pues, el elemento fundamental de toda la ética Kantiana: su objetivo, su finalidad y su recompensa. ¿Y qué es la dignidad humana?
Vivir comprendiendo que el ser humano es una pieza fundamental y única del gran engranaje de la Existencia creada por Dios, con lo cual, aunque lo ignoremos por nuestras limitaciones innatas, debemos entender que nuestra vida, en el fondo, estaría regulada por una ley divina universal.
En tal sentido, pues, el objetivo de la vida para Kant es intentar vivir como si supiéramos cual es esta ley divina, y la obedeciéramos ciegamente como las estrellas viven obedeciendo, insobornablemente, la ley de la gravitación universal.
La noción de dignidad
"Ser capaces de vivir de forma digna". Este fue uno de los lemas morales del siglo XIX y parte del XX: el ser humano debe aspirar a vivir dignamente y ser el artífice de que las demás personas también lo logren.
El marxismo, por ejemplo, con su promesa de la llegada del estadio comunista era la promesa de la llegada del mundo moral sobre la tierra donde todo ser humano, por fin, viviría dignamente: de forma libre, autónoma, racional y por tanto, sin verse sometida a abusos, dominaciones, alienaciones, etc.
El totalitarismo moderno.
Es cierto que deberíamos retroceder a Hobbes y su famoso Lebiatán, inspirado en la monarquía absolutista. Pero el absolutismo solo fue un preludio suave de lo que podía desarrollarse en Europa durante los siguientes siglos a raíz de la entrada de la ilustración.
El movimiento revolucionario moderno, surgido durante la revolución francesa, produjo una confrontación moral histórica digna de observar y analizar un poco: el resurgir de la moral republicana antigua y el intelectualismo moral platónico ilustrado chocando con la imperante moral cristiana. Ahí tenemos, por ejemplo, la oscura, enigmática y controvertida figura de Fouché, al menos tal y como lo pinta Zweig durante su etapa en el consejo revolucionario, donde lo considera el padre fundador del comunismo europeo.
En ese período el astuto Fouché, que acaba de abandonar el hábito de monje para colocarse el de ciudadano de la revolución, se comporta como un digno heredero de Savonnarola, pero siguiendo la sagrada liturgia de la nueva religión ilustrada.
La conmoción general que generó su comportamiento fanático, intransigente, totalitario, radical fue parejo a la que produjo el florentino en sus tiempos: sumisión completa del pueblo a su autoridad moral.
Es cierto, pues, que con la revolución se vuelve a difundir la idea moral de que el objetivo de la vida consiste en ser un buen ciudadano. ¿Pero qué es ahora ser un buen ciudadano?
El buen ciudadano se somete y promueve la revolución. Y, ¿qué es la revolucion? Lo que unos pocos logran imponer como revolución. En el caso de Fouché, por ejemplo, primero entendió al revolución como un movimiento moderado al estilo inglés (a la girondine), para luego pasarse a definir la revolución de la forma jacobina más radical y exaltada, arrollando a cualquiera que no la entendiera como él y, por consiguiente, no atendiera a sus dictámenes.
Con Fouché a parecen los primeros indicios de los movimientos ilustrados totalitarios. En nombre del bien común, del pueblo, de la revolución, se legitima moralmente para imponer dictaduras y totalitarismos de la índole más salvaje y brutal. La sociedad pasa a regirse mediante una oligarquía ideológica, acaso un único partido, que dictamina a voluntad el proceder de la sociedad. En tal caso, el buen ciudadano es el que obedece los dictámenes de esta oligarquía ideológica.
Vale decir que el destino de semejantes sociedades depende exclusivamente de la "sabiduría" administrativa y gestora de esta oligarquía. Algunas explotan, otras son capaces de alcanzar grandes éxitos y otras languidecen anémicamente por la muerte espiritual de su pueblo.
El buen ciudadano democrático.
La democracia ha sido el artilugio anglosajón que ha permitido luchar contra los totalitarismos modernos. Fue Locke, luchando contra el Lebiatán de Hobbes, quién creó tal arma de defensa liberal.
El buen ciudadano liberal trata a los demás como iguales -como sus conciudadanos. Y su relación con ellos es de pacto voluntario continuo, es decir, entiende que la vida pública es un mercado de intereses y voluntades permanente -los conflictos entre ciudadanos se solucionan negociando, mediando, pactando. Y siempre debe ser así, dado que nadie tiene ni de lejos la razón absoluta y definitiva.
El liberalismo intenta imaginar que el gobierno es siempre, de alguna forma, el propio pueblo, porque la gente del gobierno han de ser siempre representantes del pueblo al ejercer su cargo mediante el pacto con los demás ciudadanos. Por eso se les vota; pues el voto es un contrato social entre los ciudadanos y sus representantes políticos en base a unas promesas de acción. Si tales promesas electorales se incumplen, entonces debería ser completamente legítimo destituir al gobierno por romper su pacto social y cometer fraude.
Cabe destacar, aquí, como juzgar las acciones del gobierno como buenas o malas no consiste en valorar sus consecuencias para la sociedad. Es decir, teóricamente la sabiduría del gobierno no consiste en adivinar si las acciones realizadas traen buenas o malas consecuencias para el pueblo, sino en saber aplicar de forma efectiva las acciones para las cuales ese gobierno ha sido elegido por mayoría popular.
En efecto, desde un punto de vista liberal el gobernante no es más que un empleado público que debe aplicar a rajatabla la voluntad del pueblo reflejada en las urnas, en referendums, consultas, etc, mientras se supone que únicamente la voluntad popular es inteligente y conoce mejor que nadie qué acciones tendrán consecuencias propicias para su futuro. Convicción que, por cierto, no deja de ser intrigante y digna de un estudio algo objetivo.
Dicho esto, cabe señalar como esta mentalidad liberal anglosajona, forjada durante siglos sobre la lucha contra Lebiatanes de múltiples colores ha dotado a ese pueblo de una sensibilidad muy especial para detectar, denunciar y criminalizar los totalitarismos, juzgándolos como el mal absoluto. Y así se aprecia en autores liberales singularísimos, como George Orwell o Aldous Huxley.
Nietzsche
En los primeros fragmentos de su obra "gaya ciencia" escribe una nueva visión moral. Se da cuenta que ese viejo intelectualismo platónico que consiste en valorar una acción por sus consecuencias resulta absurdo, dado que nuestra tonta razón no llega a mucho. Y valorar la acción por sí misma, como propone Kant, parece aún doblemente absurdo, paradójico y gratuito.
Nietzsche plantea una valoración moral completamente nueva y diferente, teniendo en cuenta que como humanos resulta del todo irrelevante pretender valorar de forma objetiva y racional, absoluta y definitiva si una acción es buena o mala. Entiende a la perfección que nuestros juicios al respecto no son más que interpretaciones y perspectivas vitales.
En tal sentido, sentencias moralistas y patetismos éticos como "buscar el bien de la humanidad" suenan completamente vacías, sin sentido, una máscara para ocultar un montón de miserias psico-emocionales.
A fin de cuentas, seamos honestos: ¿Qué es el bien de la humanidad? ¿Quién debe decidir qué es bueno para la humanidad y qué no? ¿Y en base a qué criterios? Ciertamente Kant, por ejemplo, buscaba una hipotética objetividad moral para responder a tales dudas. Una hipotética objetividad que, sin embargo, no existe, dado que jamás nadie puede "salirse de sí mismo" para observar y juzgar "el suceso en sí".
Como ya apuntaba Montaigne, pues, parece que no hay nada más voluble y caprichoso que nuestros juicios y valoraciones sobre las cosas: lo que hace unos días deseábamos, aplaudíamos y tomábamos por bueno, correcto, excelente y lo exigíamos tiránicamente como un mandato universal, al tiempo lo repudiamos, con lo cual intentamos cambiar de opinión. Sí, no pocas veces terminamos juzgando que nos habíamos equivocado completamente ¡Quién no se ha arrepentido de sus actos!
Otras veces, lo que parece beneficioso a corto plazo resulta completamente perjudicial a largo, o viceversa. ¡Cuántas veces las soluciones a nuestros problemas actuales son el origen de nuestros problemas futuros!
En fin, nada es tan simple como imaginaron muchos moralistas, y el arrepentimiento es para los las almas bobas.
Tomando todo esto en cuenta, junto con algunas cosas más, Nietzsche lanza una nueva exigencia moral:
"¿Amigo, te atreves a vivir de forma irracional, irresponsable y malvada? Vive siguiendo, para bien o para mal, tus tendencias más fuertes hasta buscar tu propia perdición. Entonces, siempre encontrarás quien te alabe por considerarte un benefactor de la humanidad, y también quien te ataque y odie, te desprecie y critique; incluso te saldrá al paso quien se burle de ti, aunque jamás podrá hacerlo de forma completa y definitiva. De hecho, tú mismo terminarás siendo el primero en reírse de ti mismo; y tras una larga risotada verás la vida como una inmensa comedia.[...] La risa es para los fuertes y los buenos".