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Debo reconocer cuánto me impactó entender y profundizar en la visión sobre la vida de los estoicos, abrazada siglos más tarde por los pensadores modernos.
Que todo esté determinado a ser suceder como sucede, desde lo más grande a lo minúsculo y más allá de lo que yo pueda prever, entender y ser consciente, al tiempo que mis deseos, decisiones y expectativas se transforman en mera ilusión, inocente y pueril, fue la idea de fondo que me dejó helado y sumido en un montón de reflexiones.
Me impactó porque atentaba, sin compasión ni miramientos, contra aquello que nuestra sociedad, democrática y de consumo, me había dictado ya de forma directa ya subliminal las 24 horas del día desde pequeño: el libre albedrío:
“que yo soy algo que puede tomar “libremente” decisiones ajeno a las circunstancias, y con tales decisiones construir mi propio futuro.”
De repente empecé a sentirme estúpido: -¿Todo mi aprendizaje social habrá sido un burdo engaño?- Me inquietaba -¿Cuán imbécil habré sido por tomarme en serio tales dogmas libertarios abanderados por esta sociedad actual?
También advertí hasta qué punto la idea del “libre albedrío”, lejos de ser una perita en dulce como nos prometen, puede muy bien generar en nosotros estrés y angustia, resentimiento u depresión ¡Cómo semejante dogma puede machacarnos emocionalmente!:
“Yo como causa y responsable de cuanto sucede en mi vida”.
Menudo peso se echa uno encima. No es difícil que aplaste a no pocos, especialmente cuando su vida no atiende a sus estimaciones y expectativas, y se escurre por otros derroteros.
Pero, el estoicismo tampoco anda exento de crueldad y castigo existencial. Es, también, una visión dura de la vida, que dicta: -No somos más que vacíos peleles en manos del orden cósmico, aunque fantaseemos ir a la nuestra, ser alguien en la vida y labrar nuestro propio camino- Nos exhorta, mientras nos trata como meros automatismos que obedecen a la inescrutable voluntad cósmica universal.
Que muchos quienes quisieron apartarse de Dios, renunciar a una causa prima, a renegar de la existencia de un diseño preestablecido en el cosmos, como Sarte hace 60 años por ejemplo, abrazasen incondicionalmente el “libre albedrío” absoluto como señal de rebeldía, de liberación e independencia vital, me parece estúpido y desesperado, pero psicológicamente esperable y comprensible; como una rebequería de niño mimado y por ello, mentalmente débil.
Ahora recuerdo con gracia el último intento de “vender” un poco de “libre albedrío” a las masas mediante una metafísica muy particular y fantasiosa. Fue ese pequeño y dulce libreto, llamado el “Secreto”, y que causó furor en occidente especialmente entre cierto tipo de mujeres. Y a decir verdad, lo prefiero a Sartre si tuviera que abrazar una metafísica de la liberación; hay algo de amargado en el francés que no me place nada.
Dicho esto, hoy quiero comentar cómo valoramos y juzgamos lo que sucede en nuestra vida. Cómo vemos la buena y la mala suerte de cuanto nos sucede.
Para el estoicismo, y sus corrientes afines, la buena o mala suerte no existen como tales, sino como meras opiniones de la gente. El estoico observa que se le llama buena o mala suerte a la relación que establecemos entre un suceso completamente determinado y nuestras arbitrarias expectativas respecto a dicho suceso ¿Entre cualquier suceso? No, sólo en aquellos sucesos que a nosotros, por nuestra ignorancia, nos parecen aleatorios, inciertos, imprevisibles y por tanto, ajenos a nuestra capacidad de comprenderlos y preverlos.
Para las corrientes intelectuales que defienden de algún modo el "libre albedrío", como el protestantismo por ejemplo, ni la buena ni la mala suerte tampoco existen, pero por motivos diferentes. Se considera al individuo amo y señor de su propia vida, es decir, como si fuera un primer motor, o causa prima, capaz de determinar a su arbitrio y voluntad cuanto le acontece. Por consiguiente, se fantasea con que cada uno sea responsable único de sus actos y pensamientos; y parece entonces lícito exigirle que responda por ellos, y por sus consecuencias. Si éstas son buenas, respecto a las expectativas depositadas claro está, entonces uno se atribuye el mérito de lo sucedido. En caso contrario se cuelga la culpa, y sólo puede redimirse mediante un castigo (justicia) o, acaso, el perdón.
Ciertamente las nociones de responsabilidad, culpa, mérito, castigo, perdón (justicia), fundadas sobre la creencia en cierto “libre albedrío” humano y que tanto impacto han tenido sobre las conciencias de los occidentales, permite mecanizar y estructurar las relaciones humanas de una determinada manera ¡Permite imponer una cierta ética! Aunque muy rudimentaria, por no decir supersticiosa a mi entender.
Para el paganismo, en cambio, la buena y la mala suerte sí existían, pero como la acción oculta de un Dios, de un poder, fuerza o causa invisible, que actuaba a voluntad sobre los sucesos imprevisibles. Para ello se hacían ofrendas, sacrificios y plegarias ¡Para ganarse el favor de ese poder oculto que actuaba a voluntad sobre las cosas!
Los paganos, pues, creían en la suerte y la mala suerte en la medida que creían en fuerzas ocultas en conflicto permanente entre sí y actuando sobre sus vidas: había que sobornar, camelar y alimentar ciertas fuerzas del mundo a través de nuestras fuerzas interiores, por así decirlo. Y sinceramente, no deja de ser una idea que, de alguna forma, me fascina...
Con todo, uno empieza a sospechar que los conceptos de buena y mala suerte surgen, en primer lugar, de nuestras expectativas. Son conceptos que delatan nuestros deseos, intereses, suposiciones, nuestras ambiciones y miedos, nuestras necesidades. Por ejemplo, desear que me toque la lotería dice muy poco de cuanto sucede en el sorteo propiamente dicho, mientras dice mucho de mí.
Nuestras expectativas no son más que juicios, y como juicios, ¿acaso no reflejan un estado anímico y una forma de vida muy particular? Por sí mismos ni son ciertos ni falsos; sólo exigencias y peticiones nuestras realizadas en un momento puntual de nuestra vida.
Visto así, pues, la vida que llevamos en un momento dado parece lanzarnos a defender ciertas expectativas y apetencias de forma ciega e inconsciente. Si cambiamos la vida que llevamos, ¿acaso no cambiamos también tales expectativas? Cuando al que le tocó la lotería advierte trastornado que esa suerte le ha llevado a la ruina, de repente su mente, a caballo de sus recuerdos, retrocede al pasado y lo valora de otro modo.
No, para nada resulta extraño tener la “mala suerte” de conseguir lo que deseamos; y también de ser como la dulce Ariadna, que tuvo la “suerte” de perder al Teseo que a lágrima tendida tanto amaba; ¿cómo podría haberse enamorado de Dionisio y volverse inmortal sino?
Solemos apegarnos a nuestros sentimientos inmediatos y sobre ellos formular juicios absolutos, eternos, incondicionales; sin atender que todo cambia, y fluye, y las más veces sin nosotros darnos cuenta. ¿Somos por eso meros peleles de las volubles circunstancias? ¿Está nuestro destino predeterminado? ¿Tan poca cosa tenemos por decir en esta historia que es nuestra vida?
Siendo honestos, para nada controlamos la mayor parte de cuanto sentimos, deseamos y percibimos, que pensamos y hacemos a lo largo del día ¡Tenemos una visión harto superficial y fantasiosa de nuestra vida y de nosotros mismos! Y ni tan siquiera somos demasiado conscientes de ello. Vivimos medio soñando; y soñando no pocas veces en llevar el timón de nuestras vidas.
Pero, alto, regresemos a la idea de Azar, nuestro niño caprichoso que lanza los dados más allá de nuestros deseos, estimaciones y expectativas ¡Y las del Universo mismo!
Mirando como el niño juega con nosotros no podemos sino sonreír; y advertimos algo nuevo: ante un suceso improbable e inesperado que nos sucede ya no lo pasamos por el tamiz de nuestras expectativas, mientras lo juzgamos, sólo, como juego y capricho inocente de la vida. Qué pocos parecen ser capaces de mostrar cierto “fair play” ante la vida.
Para empezar, quizás podríamos dejar de perder el tiempo poniéndonos a valorar si un suceso es bueno o malo. A fin de cuentas, mil maneras distintas hay de tomarse las cosas, y muchas veces nos sorprendemos a nosotros mismos de cómo lo hacemos. De hecho, y para ser honestos, raramente decidimos cómo tomarnos las cosas, como digerirlas y asimilarlas. Simplemente nuestro cuerpo, con nuestras emociones y pensamientos por bandera, actúan sin “nuestro” permiso; ahondando no pocas veces en nosotros mismos, incluso hasta sacar a relucir aspectos ignotos y escondidos. Sí, muchos esconden demonios en sus profundidades; pocos, angelitos y pájaros cantores ¡Y otros esconden de todo!
En fin, el estoicismo y el libre albedrío; dos ideas causalistas que poca cabida tienen en el extraño reino del niño Azar. Pero, ¿quién se atreve a venir a jugar con él?
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