Es difícil adivinar cuando apareció el lenguaje humano. Quizás tendríamos que remontarnos a varios cientos de miles de años atrás; o más.
Esta singular facultad caracterizada por contener nuestras abigarradas y caóticas experiencias, primero, en un sonido, luego en una idea, dando pie a la imagen simbólica, para ya de forma mucho más tardía en una grafía, quizás haya sido una de las más titánicas victorias de la humanidad sobre su propia brutalidad e inocencia animal -la astucia venciendo sobre la fuerza.
Mediante tamaña victoria el ser humano ha gestado en el propio seno de sus sentidos corporales, siempre tan inconscientes, ciegos e irracionales ellos, su alma, su identidad, su consciencia... su "YO". Y ante tan maravilloso e inquietante triunfo se ha visto capaz de dotar de contenido la vida .
De repente pues, y bajo el poder del lenguaje, el ser humano cree ciegamente que la vida está hecha de "cosas" (hechos, sucesos, objetos, cuerpos, entidades, valores, propiedades... -sujetos-), al convencerse de que el lenguaje le permite identificar, definir, conocer y comunicar "cosas". Sin embargo, más que "cosas", el lenguaje solo nos permite acceder a las palabras, que luego se toman inocentemente como fieles representantes de las "cosas" y por ende, de lo REAL. Pero tal creencia, antigua y arraigada, no es más que dogmatismo.
Sí, el lenguaje parece haber surgido, y crecido de forma espectacular, alimentándose de un ciego y fanático dogmatismo, según el cual las palabras tendrían la mágica facultad de revelarnos como son en realidad las "cosas" que supuestamente existen, puesto que, de antemano, se presupone que existen "cosas" al existir palabras. Sin embargo, esta antediluviana convicción resulta "indemostrable", como ya advirtió no hace mucho (en la historia del lenguaje humano quiero decir) el viejo Kant.
Aún así, en pleno s.XXI la "humanidad" está muy lejos de ser capaz de tan siquiera sospechar cuán furibundo y supersticioso es este dogmatismo que la cobija desde la prehistoria; y mucho menos de desligarse del profundo y seductor embrujo del lenguaje, como exigía Wittgenstein por ejemplo.
Aunque vale añadir: también cabría sospechar que esta aspiración wittgensteiniana antidogmática y antirealista, radicalmente escéptica y nihilista, no fuera más que un suicidio espiritual y en la medida que se cree en el lenguaje -en las palabras y relatos- siempre se cree en una realidad. Pero dejemos para otro día tan controvertido tema.
Sea como sea, con la apoteosis del lenguaje aparece sobre la Tierra "el mundo de lo humano": de lo definible, comprensible y comunicable. Es un mundo bello y bueno, puesto que nos seduce irremediablemente hasta el punto de no poder vivir sino bajo un relato que dé contenido a nuestras vidas; real, puesto que creemos en él y lo tomamos por cierto; justo, dado que define e ilustra las "cosas" en su justa medida, de modo que, por ejemplo, llegamos a venerar los diccionarios como si fueran jueces sumarios.
Pero ante este apoteósico mundo del lenguaje, de repente, apareció también entre nosotros su antítesis: el mundo de lo desconocido e inefable. Al principio es un mundo oscuro y vacío, desalmado y sin contenido alguno. ¿Cómo poner nombre a lo que no es ni puede ser "cosa" alguna?
Hesíodo (s.VII ac), por ejemplo, uno de los arquitectos de la religión griega con su famosa Cosmogonía, es de los primeros que se atreve a contener en un nombre divino aquello que carece de contenido alguno y que, además, nada puede contenerlo. Lo llama Caos -Literalmente: abismo, abertura, espacio vacío. Y no sólo se atreve a darle nombre, y con ello entidad, sino que en un alarde de ingenio lo define como "arkhé": principio y origen de todas las "cosas" y por tanto, de todo contenido posible. *Sí, para el griego todas las "cosas" son Dioses (la Tierra, el Cielo, el Amor, el Aire, etc), hecho que da qué pensar.
Es cierto que antes de los griegos otras civilizaciones nos cuentan otros relatos tratando este dilema; los judíos nos presentan a su inefable Yhavé o los egipcios con su peculiar génesis de Dioses. Pero la civilización griega actúa como una especie de laboratorio filológico y psicológico excepcional; un largo experimento de ideas, conceptos y términos, de experiencias intelectuales y lingüísticas, que por suerte tenemos bastante bien documentado. Y lo que se aprecia, si tenemos ojos para ello, es que llegar a contener en una palabra, convirtiéndolo en una "cosa", aquello que no es ninguna "cosa", fue un triunfo espiritual harto duro y tardío en la humanidad -sólo cabe recordar que el 0, como número que no es ningún número, no surge hasta el sV dc en la India.
Así pues, vemos como el lenguaje se encuentra de frente, con cara desafiante, a su propia antítesis: lo inefable, lo incosificable, lo idefinible... lo que no se puede contener en nada. Y sucede algo sorprendente: el lenguaje, lejos de recular ante el ataque, decide avanzar y seguir conquistando ¡Tiene la osadía de definir lo indefinible como aquello que precisamente no se puede definir! Y con tan audaz golpe se empieza a pensar en aquello que no se puede pensar al ser "algo" que no es ninguna "cosa". El humo de la batalla sube hasta al cielo: empiezan a surgir paradojas por doquier; el lenguaje se engarza en una lucha contra sí mismo, cavando en sus propias contradicciones internas... y con ello se va volviendo profundo, más profundo y rico.
Anaximandro (s.VI ac) ya habla directamente de "lo indefinible" como arkhé; por supuesto lo dice en griego <<apeiron>> ¡Y se tira páginas enteras hablando de lo que no se puede hablar, definiendo lo indefinible! Dice, el apeiron no puede ser ninguna cosa en concreto, no puede ser definido de ninguna manera ni con propiedad alguna en particular, porque él es todas las cosas al unísono; es frío y calor, luz y oscuridad, color y sincolor, bien y mal, grande y pequeño, viejo y joven, vivo y muerto, etc... Con Anaximandro lo inefable e indefinible pasa a ser "muchos" y "nada" a la vez; o por decirlo matemáticamente: 0 e infinito ¿Una locura? Así lo pensó Parménides años más tarde, pero curiosamente hoy en día esta locura tiene destacadas aplicaciones -desde la creación de dinero por parte de los bancos, a la física de partículas.
En efecto, fue Parménides quien, en un afán por depurar el lenguaje, y por ende el pensamiento, de todas las impurezas y contradicciones generadas por esa pretensión de poner nombre a todas las "cosas", incluso a lo innombrable, decide separar lo infinito de lo nulo; aún mezclado y a su parecer en contradicción en Anaximandro. Con esta partición, Parménides crea dos "cosas" nuevas: la primera la llama "el Ser" y a la segunda "el No-Ser".
Con el Ser de Parménies aparece de forma bastante clara la idea de "infinito" ya como una entidad propia y definida de forma simple. Pero es una definición extraña a nuestro oídos: "infinito", para Parménides, no significa que contenga "muchas" cosas, sino que se define como aquello que se contiene sólo a sí mismo. Estamos ante el primer concepto "inhumano": aquello que no definimos nosotros en base a nuestras experiencias, sentimientos y pensamientos:
Lo infinito es lo que se define, sólo, a partir de sí mismo, ajeno a toda consideración humana -es un concepto autorreferente.
Mientras tanto el No-Ser -La Nada- es definido como puro envoltorio conceptual: una caja sin nada dentro, espacio vacío, simple ausencia.
Y aquí llega Platón. Después de la crítica de Demócrito y Górgias al Ser de Parménides, Platón toma las riendas del combate y reformula la definición de "infinito". El infinito, para Platón, ya no es ni el Ser ni mucho menos el No-Ser. El infinito para Platón es simplemente "los muchos", "lo interminable"... la distancia insalvable que va del No-Ser hasta el Ser ¡La naturaleza! -Esa insondable multipliciadad característica del mundo sensible.
Por consiguiente, según el ateniense el "infinito" se define como aquello que siempre es ilusorio, hipotético, irreal y, acaso, un reflejo de nuestra ignorancia. Un ejemplo sería el número Pi: por definición Pi tiene infinitos decimales, de modo que nuestro conocimiento sobre Pi siempre será aparente, ilusorio, hipotético, provisional.
Eh aquí, pues, la definición de "infinito" para Platón. Se trata de una definición idealista. Y Occidente lleva 2.500 usándola de algún modo; sólo cabe leer a San Anselmo, Descartes, Newton-Leibniz, Euler, Cauchy, Weierstrass o Hardy. Quizás Cantor fuera de las pocas excepciones.
Por tanto, uno se pregunta: ¿qué puede ser para nosotros el infinito? ¿Sigue siendo lo desconocido e inefable, lo que no se contiene en nada, una contradicción y un límite del pensamiento? ¿Acaso seremos capaces de darle más luz y color?
En definitiva
Vemos pues, como pueden evolucionar los conceptos; como, de hecho, ha evolucionado el propio concepto "infinito" o "incontenible". Por consiguiente, es importante alertar como una misma palabra no siempre contiene una misma "cosa"; y de aquí que muchos textos sean, simplemente, incomprensibles para ciertos lectores aunque hablen en el mismo idioma. Saber leer es un arte: consiste en saber "experimentar" cierta realidad.
Para ver el post siguiente sobre el infinito, aquí
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