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Decía Einstein: "no sé cómo será la 3º guerra mundial, pero la 4º será con palos y piedras".
A lo largo del s.XX el apocalipsis nuclear caló fuerte en el imaginario popular, y con la actual guerra en Ucrania dicho temor se ha avivado de nuevo para muchos.
Sin embargo, el holocausto nuclear no parece ser, ni mucho menos, el único gran peligro de la civilización. Vislumbro otro genocidio mucho más velado, silencioso, siniestro y quizás aterrador.
Este peligro está muy relacionado con el síndrome de Buda, que ya comenté hace unos días. No es fruto de despiadadas guerras, de regímenes políticos criminales ni tan siquiera de catástrofes naturales, sino de una lenta y paulatina renuncia a vivir, a desear un futuro, incluso a prosperar. Es decir, es fruto de la aniquilación de las ansias de vivir, de la capacidad para vivir, de los instintos fundamentales de la vida.
Cuando leemos libros milenarios en donde ser recoge, aunque sea a veces de forma fabulosa y mítica, la historia ancestral de las sociedades -como el antiguo testamento por ejemplo, o a Salustio-, se aprecian, si tenemos ojos para ello, aspectos reveladores de las civilizaciones y sus dinámicas biológicas.
Vemos como las sociedades alcanzan, después de largos y durísimos períodos de formación y crecimiento a través de guerras, conquistas, conflictos internos y mucha disciplina social, un estado de cierta paz: un estado ideal, alegre y de abundancias ¡Se hacen conscientes y orgullosas de sí mismas!
En efecto, las sociedades llegan a un punto donde parece que hayan alcanzado una especie de madurez y apogeo existencial por unos años, o algunas generaciones al menos.
Así pues, en medio de la opulencia, la suerte y la dicha, la paz y la buena vida la sociedad, de algún modo, empieza a desbordarse de plenitud, de satisfacción y deseos de vivir. De repente empieza a surgir una especie de sensación profunda de que "todo vale", "todo es posible", "todo está bien y puede estar permitido", "nada es dañino, dado que se percibe la fuerza en el ambiente y se cree que todo aguanta".
Las viejas privaciones y limitaciones saben ya caducas, incluso falsas y agobian, de modo que fácilmente son abandonadas por nuevas aventuras y opciones que se inventan ¡La sociedad abandona lo tradicional y autóctono para abrazar lo exótico y novedoso! Y mientras quienes aún preservan cierta mentalidad carca, anticuada y limitada a unos patrones establecidos muy concretos aprecian estas formas como peligrosas, desmedidas y dañinas, las nuevas generaciones, que se autoperciben como más fuertes y bellas, educadas e inteligentes, se lanzan a ellas con tanto entusiasmo como menosprecio muestran por lo anterior.
Ante este desbordamiento de ansias de vivir apreciamos que cuánto se había juzgado y valorado "sagrado" durante generaciones de crecimiento y formación pasa a ser profanado, ridiculizado o incluso violado impunemente, es decir, se toma curiosamente como una última conquista y por consiguiente se anda convencido de que se puede tratar como César trató a Vercingetorix: a placer ¡Puesto que ya no da miedo ya no se respeta!
La sociedad entera se lanza con euforia a reinventarse bajo el ciego deseo de nuevas experiencias y libertades. De modo que se vuelve más inteligente, culta y refinada.
En efecto, en este estadio de extensas seguridades y triunfos se buscan constantemente nuevos placeres, excitantes, delicadezas, innovaciones en todos los niveles, tanto materiales como morales e intelectuales ¡La sociedad se ve a sí misma lo suficientemente potente y soberana como para reventar cuantos límites se pongan delante suyo sin ni siquiera tambalearse! Roma es fuerte.
Es en esta etapa de maduración, grandes celebraciones y desbordamiento de las ansias de vivir que aparecen las grandes producciones culturales e intelectuales de toda sociedad en su apogeo, así como también los grandes proyectos y experiencias. De hecho, se observa cómo aparecen, paradójicamente, las grandes virtudes y los grandes vicios al unísono ¡Cómo dos caras de una misma moneda! Son la señal de que el crepúsculo anda agazapado a la vuelta de la esquina.
En este sentido, nos encontramos ante el principio del fin de la sociedad. Este estadio de exuberancia y libertad, de desbordamiento y plenitud de fuerzas conlleva, de implícito, "hybris", desmedida; en el fondo es un pasarse de la raya de forma alegre, audaz y desenfadada -con todo lo bueno y malo que ello acarrea.
Y entonces, sin darse casi nadie cuenta la bonanza se gira y se abre ya descaradamente la puerta a que la corrupción, en sus mil formas y aspectos, campe a sus anchas, puesto que cada vez quedan menos frenos que la mantengan acotada y reprimida ¡La liberalidad corrompe porque, precisamente, destroza cadenas! De hecho, como en una candela, es cuando las instituciones sociales más brillan por el éxito alcanzado cuando más cerca están de empezar a perder su aureola sagrada, su respeto, su sentido y razón de ser hasta dejar de verse incluso como funcionales y beneficiosas.
¿Qué más se va observando cuando la sociedad se acerca más y más a su crepúsculo?
Hay algo de fascinante y enigmático en este estadio. Es algo maravilloso y terrible a la vez: se aprecia como la sociedad desparrama en todos los niveles una asombrosa multiplicidad de contrastes, como si fueran mil acordes diferentes danzando bajo una misma melodía. Son, simplemente, un reflejo de la riqueza, la potencia, la complejidad y profundidad alcanzada por tal sociedad.
No hay que llevarse a engaño como siempre les sucede a los moralistas de toda índole desde tiempos inmemoriales y a juicio de los cuales todo contraste es, de raíz, una injusticia, un abuso, algo reprobable éticamente por inmoral. En realidad, donde hay poder ahí se manifiestan los contrastes más profundos y asombroso ¡Es un milagro de la entropía!
Observemos y dejemos la ética chocha de lado: una sociedad en crecimiento se ha estado expandiendo como un globo que se hincha cada vez más y con ello las diferencias sociales, tanto económicas, como espirituales e intelectuales, se acentúan: lo que antes era más o menos próximo y similar se distancia y radicaliza. ¡Menudos abismos se crean entre personas, instituciones e ideas!
Y sí, instintivamente las gentes intuyen este abismo que se abre en silencio y empiezan, poco a poco, a desquiciarse por miedo a perder su "posición", "su momento", "su cota de placer y felicidad". Empiezan a temer quedarse tiradas, a caerse del frenético ritmo de vida que conlleva tal sociedad en expansión. ¡Nadie quiere quedarse atrás y ser menos! Miradlos como persiguen los rayos del sol que se escurren mar allá...
Ciertamente, el placer y la felicidad son un adorar el momento hasta el punto de desearlo eterno. Y las gentes de sociedades avanzadas cada vez persiguen más el placer, mientras desarrollan una mayor sensibilidad para detectarlo, olerlo y gozarlo. ¿Qué significa eso? Pues que cada vez persiguen más "el momento", mientras van dejando de lado sus preocupaciones y deseos de futuro, como también su amor y respeto por el pasado ¡Ya no se ven a sí mismo como un continuum histórico sino como un fragmento de presente!
Al final sólo temen que el momento se les escape ¡Que su tren pase de largo! Con lo cual se corrompen fácil con mil promesas, mientras terminan siendo usados y desechados según sople el viento de las circunstancias ¡Inclusos no pocas veces se vuelven peleles agresivos, psicóticos y ansiosos! Su ánimo ha perdido el rigor, la severidad y el aguante de sus ancestros. Han perdido confianza en sí mismos y su destino: la vorágine social aturde su ánimo.
De una vida de privaciones, severa y frugal, de muchos sacrificios en pos de invertir en un futuro, de férrea disciplina por deseo de perfeccionarse y fortalecerse para así hacer frente con cierto éxito a las circunstancias a venir -las cuales se esperan siempre duras y difíciles-, se pasa a una vida "de vino y rosas"; una vida fácil, ligera y regalada; una vida libre y sin preocupaciones, acaso como la que llevaba Siddharta. Incluso se pasa no pocas veces a una fascinante vida llena de extravagancias y rarezas tanto espirituales como materiales. Y en efecto, son muchas las filosofías que han surgido en esta etapa.
"Ya la prosperidad relaja el espíritu de los sabios para que hombres de costumbres tan corrompidas se moderen en la victoria!" Salustio.
¿Y qué tipo de individuos se forjan bajo la dulzura de una vida distendida, extravagante, llena de contrastes, de placeres y maravillas? ¿Qué tipos de individuos aparecen cuando una sociedad está en la cima y por tanto, al borde de declinar? Ya se ha dicho: parece surgir gente que aguanta poco, que reúsa sacrificarse, muy mimada y sensible a lo doloroso, lo contradictorio y paradójico ¡Estamos ante grandes inteligencias: veleidosos y cínicos!
Quizás valga el ejemplo de Petronio: grandes ingenios del placer y el dolor, de los refinamientos y las extravagancias más inteligentes que prefieren morir a sufrir y pasarlo mal; de piel muy sensible y que, por tanto, suelen cubrirse con multitud de disfraces para, mimetizando, protegerse de entornos hostiles... Gentes que les importa casi nada el futuro mientras se emboban por el presente ¡Sólo les importa disfrutar la vida!
Y curiosamente, al analizar estos amantes de lo raro y exótico, individuos hipersensibles tanto para el placer como el dolor, fruto delicioso de sociedades super abundantes y avanzadas, apreciamos como sus deseos, curiosamente, van decayendo en la medida que se sacian sin ya grandes dificultades y restricciones ¡Al final todo lo bueno también cansa y aburre! Parece ser, pues, que las privaciones acrecientan como un acicate nuestros deseos, mientras que la liberalidad los sacia hasta que se evaporan en un dulce hastío.
Algo vale lo que te ha hecho sufrir por ello.
El declinar de una sociedad empieza a asomar la pata cuando su líbido constructora flaquea y "dudea" ¡Ya muestra reticencias para crear! Puesto que como el parir, la creación implica dolor, renuncia y exigencia, y ella, cansada y hastiada, se siente que ya no está para tales trotes. ¿Se vuelve espiritualmente estéril?
Sí, después del verano y la plenitud veraniega acontece el hastío del otoño de toda sociedad: sus fuerzas ya han dado casi todo cuanto podían dar y se convierten en el fantasmagórico recuerdo de un pasado que ya no volverá. Y precisamente ese es su encanto.
En este sentido se aprecia, por ejemplo, como la natalidad en toda sociedad que haya entrado en este período de autocomplacencia crepuscular no sólo deja de crecer como hasta el momento, sino que de forma misteriosa e inquietante empieza a bajar en picado. Parece como si la gente deja de aspirar a un futuro, mientras se ciñe constantemente a un presente ¡Un presente cada vez más concreto y ceñido! ¿Por qué? Acaso su visión vital se estrecha de forma inquietante y peligrosa como si se asomara a una terrible cascada que les llevara a un abismal precipicio: no pueden ya dejar de ver la vida como pura fugacidad y nada más.
En fin, desde su dorado punto álgido cuando la sociedad aparece ante el mundo como un fruto perfecto y rico, redondo y maduro a punto de caer del árbol y ser mordido a gusto, con el tiempo empieza a declinar paulatinamente hasta terminar por resquebrajar del todo sus límites, frenos y formas: se marchitan sus instituciones (desde las que conforman el núcleo familiar al gobierno), así como también sus valores comunales.
Todo se trastoca poco a poco hasta que las grandes fiestas y celebraciones que un día les iluminaron de gozo, orgullo y confianza terminan en espectáculos grotescos y pasados de rosca. Entonces el olor a autodestrucción, hastío, angustia y descomposición campa por doquier: la gente medio desperdigada se desliza lentamente, sin freno y en silencio hacia un oscuro precipicio: ya nadie desea hacer nada, porque ya no siente nada... y además lo teme todo ¡Y sobre todo teme sufrir! La sociedad se vuelve senil. Y mientras tanto, la población disminuye de forma radical e irremediable.
Una sociedad que muere de éxito y languidece bajo el otoño de su vida sólo puede, o terminar desapareciendo en un invierno silencioso y gélido, quizás como ocurrió en Gobekli Tepe; o derivando en una especie de manicomio moralista despótico y asceta donde se criminaliza todo lo bueno vivido juzgándolo el origen "del mal", al estilo de lo que hicieron los cristianos con San Agustín en cabeza; o bien, siendo conquistada por bárbaros: gentes con nuevas y fuertes ansias por vivir, con un nuevo futuro corriendo salvajemente por sus venas, con aguante, intrepidez y capacidad de sacrificio: rudos, inocentes y tontos a la vez ¡Cómo niños pequeños! La mirada de estas gentes, feroces y vivaces, inevitablemente violentas como estrellas en gestación, se dirige, de nuevo e instintivamente, al porvenir y con ello, no temen atarse a frenos, limites y mentiras, a disciplinarse y sacrificarse incluso empleando los actos más crueles ¡Desean crear algo nuevo y propio tomando sin pudor por materia las ruinas de lo viejo! Son gentes capaces de volver a reír, llorar y venerar con toda intensidad.
El universo 25
Cuando en 1962 Calhoun terminó su experimento con ratones llamado "universo 25" quedó estupefacto por lo observado: partiendo de una sociedad de ratones paradisíaca, perfecta y feliz se terminó con la completa extinción de todos ellos: la buena vida les llevó al desenfreno, el desenfreno al hastío existencial y éste a la completa desaparición.
Con ese experimento se evidenció como el crecimiento exponencial de una población, no sólo jamás será indefinido, sino que termina de forma abrupta y, además, no se produce por las condiciones materiales del entorno, sino por el desquició, el hastió y la aniquilación de los instintos vitales al que llevó tal sobreabundancia.