Llamamos "presente" a lo que somos conscientes de estar viviendo. Y el presente nos tiene atrapados, mientras nos arrastra cual río bravo. Eh ahí su fuerza salvaje.
Los seres humanos tenemos un problema psicológico fascinante a destacar: tendemos a creer ciegamente que sólo el presente es lo real. En otras palabras, tendemos a creer que las cosas, de algún modo, son como se viven ahora.
De modo que cuando hacemos planes de futuro o soñamos con el mañana lo hacemos pensando en como percibimos "ahora" las cosas: Tomamos lo presente, lo mezclamos con nuestros deseos y expectativas, y con tal coctel en los labios proyectamos un futuro al que nos lanzamos -a veces con esperanza y a veces completamente derrotados de antemano.
Miro a mi alrededor y me maravillo al ver la gente incapaz de sospechar los profundos cambios que vamos a experimentar; pues el presente nos tiene siempre aturdidos, tan aturdidos que no vemos ni escuchamos nada más que el ruido envolvente que nos ensordece y remueve, y así nos arrastra.
Pero el presente pasa y con él este mundo de hoy se desvanecerá engullido por otro mundo distinto al sabroso coctel que una vez en sueños sorbimos.
No te fíes de quienes afirmen "hechos" del futuro. ¿Qué podemos jamás saber del futuro si no existe?
Sólo podemos saber que todo sobre el futuro es incierto. Hecho que resulta capital, porque ello nos lleva a cuestionarnos: ¿Y de qué sirve, entonces, que hagamos planes de futuro y tengamos sueños?
Hacer planes de futuro aún a sabiendas de que el futuro siempre será incierto y caprichoso es un plantarle cara a la vida, un querer jugarle de tú a tú; es un decirle: -Vida, ya tengo mis planes para mañana, sabiendo que tu harás lo que te venga en gana.
Aprender a hacer planes tomando consciencia de que el futuro se oculta siempre bajo el velo de la incertidumbre quizás sea la piedra fundamental de una ética vital. Y vale reconocer que griegos y romanos supieron ir bastante lejos a lomos de su "fatum".
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