No a todo el mundo le gustan y excitan las mismas cosas... ni de la misma forma. Nuestro aprecio nos define y nos descubre ¡Cuántas veces lo he comentado ya!
Me entusiasmó la 'Conjugación de Catilina' de Salustio con sólo leerme algunas líneas, dejando de lado si estoy de acuerdo o no con algunos de sus razonamientos. A mi entender, Salustio puede errar en muchas cosas, pero no anda equivocado ¿Por qué? Sencillo, porque mentalmente es fuerte, maduro, equilibrado ¡Intelectualmente desprende decisión, firmeza, 'imperium' por decirlo en latín! Nos enseña muchas cosas con pocas palabras. Su estilo para nada es simple, sino que representa un máximo económico: concentra un sumo de potencia en un mínimo espacio. Eh aquí un síntoma de alta cultura.
He traducido un fragmento de su obra:
"A todos los hombres que quieren aventajar al resto de animales les conviene procurar con el máximo empeño no pasar en silencio su vida, como los brutos, cuya naturaleza los fuerza a vivir inclinados y obedientes a los apetitos de su vientre.
Y es que nuestra fuerza no sólo reside en nuestro cuerpo, sino también en nuestro espíritu: lo mejor es usar el ímpetu de nuestra inteligencia para mandar y el del cuerpo para servir; el primero nos es común con los dioses, el otro con las bestias.
Por lo cual me parece que es más recto buscar la gloria con los recursos del ingenio que con los de la fuerza bruta, y, puesto que la misma vida, de la cual disfrutamos, es breve, hacer cuanto más posible largo nuestro recuerdo. Pues la gloria de las riquezas y de la belleza es pasajera y frágil; la virtud se mantiene distinguida y eterna.
No obstante, durante largo tiempo entre los mortales hubo una gran disputa sobre si por el vigor del cuerpo o por la virtud del espíritu avanzarían más las empresas militares. Y es que antes de luchar se precisa planear y, cuando hayas planeado, hay que obrar pronto.
Así ambas cosas, incompletas de por sí, cada cual precisa del auxilio de la otra.
Al comienzo, los reyes -Pues en la tierra éste ha sido el primer nombre de quienes mandan y poseen el poder-, por diversos caminos ejercitaban indistintamente tanto su ingenio como su cuerpo: también entonces la vida de los hombres transcurría sin ambición y a cada uno le satisfacía lo suyo. Pero después de que en Asia Ciro y en Grecia los lacedemonios y atenienses empezaron a someter ciudades y pueblos enteros, a tener por motivo de guerra el placer de dominar, a reputar la mayor gloria en el mayor poder, sólo entonces se reconoció a fuerza de experiencia y trabajos que en la guerra el ingenio podía más. Y si el valor del espíritu de los reyes y de los generales fuera igual de potente y audaz en la paz como lo es en la guerra, más equilibrados y constantes marcharían los negocios humanos y no se vería ni cambiar las cosas de un sitio a otro ni estar todo mudado y mezclado, porque el poder fácilmente se retiene con las mismas artes con las que se consiguió en un principio. Pero cuando han irrumpido en lugar del trabajo la desidia y la ambición, en lugar de la continencia y la equidad el desenfreno y la soberbia, la fortuna se trastoca y corrompe, a la par que las costumbres. Así, el poder pasa de manos del menos hábil al más aprovechado.
Los hombres aran y cultivan, navegan y edifican; todas estas cosas obedecen a la virtud. Pero muchos mortales dados al vientre y al sueño, ignorantes e ineducados, han pasado la vida vagabundeando: para los cuales realmente contra naturaleza el cuerpo era fuente de placer, mientras que el alma una fatigosa carga.
Yo, la vida y la muerte de éstos las estimo por igual, porque se guarda silencio sobre ambas.
Pues, en verdad, me parece que vive y disfruta del alma aquel que dedicado algún negocio, persigue la fama de una acción distinguida o de una buena arte. Mas en la gran multiplicidad de opciones la naturaleza muestra a cada uno su camino a seguir.
Es hermoso hacer bien a la República [el Estado] incluso hablar bien no está fuera de lugar. Es lícito hacerse famoso por la paz o por la guerra. Tanto los que actuaron como los que escribieron las acciones de aquellos reciben una gran alabanza. Y desde luego, aunque de ningún modo sigue igual gloria al escritor que al autor de los hechos, con todo, me parece especialmente arduo escribir sobre las hazañas: en primer lugar porque los hechos deben ser igualados por las palabras y después, porque los más toman por malevolencia o por envidia las cosas que que uno ha juzgado como faltas. Y cuando se exalta el gran valor y la gloria de los hombres de bien, aquello que cada uno cree que le sería fácil también realizar lo acepta de buen grado, mientras considera ficticio todo lo demás y lo toma como falso.
Siendo yo jovencillo, al principio, como los más, me lancé con afición a la política, y allí muchas cosas me fueron contrarias. Pues en lugar del pudor, de la integridad, del valor, regían la astucia, el soborno, la avaricia. Y aunque mi espíritu, desconocedor de las malas artes despreciaba todo esto, no obstante entre tan grandes vicios mi indefensa edad se corrompía con la ambición. Y aunque disentía de las malas costumbres de los demás, el ansia de honores me aguijoneaba no menos que a otros con la maledicencia y la envidia.
Así pues, cuando mi espíritu descansó de las muchas miserias y peligros decidí que debía mantener el resto de mi vida lejos de la política. No me propuse malgastar un ocio valiosísimo en la indolencia y la desidia, ni por supuesto pasar la vida cultivando el campo o cazando, entregado a tareas serviles, sino que, volviendo al proyecto y al empeño de los que una funesta ambición me había apartado, determiné escribir por episodios las gestas del pueblo romano según cada cual me pareciesen dignas de memoria; y más por el hecho de que mi espíritu estaba libre de expectativas, de miedos y partidismos.
Por tanto, sobre la conjugación de Catilina hablaré con pocas palabras lo más verazmente posible, pues yo considero este hecho especialmente memorable por la novedad del crimen y del peligro. Sobre las costumbres de este hombre debo exponer algunas cosas antes de dar a conocer el relato.
Lucio Catilina, nacido de noble estirpe, fue de gran vigor de alma y cuerpo, pero de carácter malo y depravado. A éste, desde la adolescencia, le resultaron gratas las guerras civiles, las matanzas, las rapiñas, las discordias ciudadanas, y en ellas tuvo ocupada su juventud. Su cuerpo era capaz de soportar las privaciones, el frío, el insomnio más allá de lo creíble para cualquiera. Su espíritu era temerario, pérfido, veleidoso, simulador y disimulador de lo que le apetecía, ávido de lo ajeno, despilfarrador de lo propio, fogoso de pasiones; mucha elocuencia, cordura poca. Su insaciable espíritu siempre deseaba cosas desmedidas, increíbles, fuera de su alcance. A este hombre, después de la dictadura de Sila le había asaltado un deseo irreprimible de hacerse dueño del Estado y no tenía escrúpulos sobre los medios, con tal de procurarse el poder. Su ánimo feroz se agitaba más y más cada día por la disminución de su hacienda y por la consciencia de sus crímenes, incrementada por las malas artes ya apuntadas. Le incitaban además las costumbres corrompidas de la ciudad echadas a perder por dos males pésimos y opuestos entre sí: el libertinaje y la avaricia.
Puesto que la circunstancia ha traído a colación las costumbres de la ciudad, el asunto mismo parece aconsejarnos volver atrás y explicar brevemente las instituciones de los antepasados en la paz y en la guerra; cómo gobernaron la república y cuan grande la dejaron para que poco a poco se transforme de la más hermosa y excelente en la peor y más infame.
La ciudad de Roma, según mis noticias, la fundaron y la habitaron en un principio los troyanos, que fugitivos y bajo el mando de Eneas andaban errantes sin domicilio fijo. Se juntaron con ellos los aborígenes, raza salvaje de hombres sin leyes, sin mando, libre y sin freno. Es increíble recordar qué fácilmente se integraron después de que se reunieron dentro de unas mismas murallas aun siendo razas distintas y diferente lengua, y viviendo cada uno a su manera. Así, en poco tiempo, una muchedumbre heterogenia y errante se hizo ciudad gracias a la concordia. Pero después de que la república, acrecentada en habitantes, costumbres y tierras, parecía bastante próspera y poderosa, tal como suele ocurrir con las cosas humanas, de la opulencia nació la envidia. Por ello, reyes y pueblos vecinos empezaron a hostigarla y pocos de entre sus amigos vinieron a ayudarla, pues los demás, atenazados por el miedo, se mantenían a distancia de los peligros. Pero los romanos, alertas en la paz y en la guerra, actuaban con diligencia, se preparaban, se animaban unos a otros, salían al encuentro de los enemigos, y preservaban con las armas su libertad, su patria y su familia. Después, cuando con su valor habían ahuyentado los peligros, ofrecían su ayuda a los aliados y amigos y se ganaban amistades más por los favores que daban que por los recibidos. Tenían un poder legítimo bajo el nombre de 'rey'. Hombres escogidos, que tenían el cuerpo debilitado por los años pero el espíritu capacitado por la experiencia, velaban por el bien del Estado. Por su edad o por la semejanza de sus tareas se los llamaba 'padres'. Después, cuando el poder real que en un principio había servido para conservar la libertad y engrandecer la república, desembocó en el orgullo y la tiranía, se cambió el sistema y crearon un gobierno anual y dos magistrados. Creían que de esta manera el espíritu humano no se insolentaría por la falta de freno.
Con este motivo empezó cada cual a tener más estima de sí mismo y a descubrir mejor sus facultades. Pues los reyes desconfían más de los capaces que de los inútiles y tienen siempre temores de la valía ajena.
Es increíble pensar cuanto creció la ciudad en tan poco tiempo cuando consiguió la libertad; tanto había aumentado el deseo de gloria. Primeramente la juventud, des del momento en que podía soportar una guerra, aprendía el oficio militar en los campamentos, por el trabajo y la práctica, y tenía más pasión por las brillantes armas y los caballos militares que por las mujerzuelas y las comilonas; de esta manera a tales individuos no les extrañaba ninguna fatiga, ningún terreno por áspero o dificultoso que fuera, no temían enemigo armado: su valor lo vencía todo; de gloria sí había una gran emulación entre ellos: cada uno se apresuraba a causar heridas en el enemigo, a escalar los muros, a ser visto mientras hacía tales hazañas; esto consideraban riquezas, esto gran renombre y nobleza. Eran ávidos de alabanza, generosos con el dinero; querían una gloria enorme, una riqueza honesta. Podría recordar en qué puntos el pueblo romano con un pequeño ejército destrozó numerosas tropas enemigas y qué ciudades, protegidas naturalmente, tomó al asalto, si esta explicación no me llevase demasiado lejos de mi propósito.
Ciertamente la fortuna gobierna todas las cosas; esta potencia les da la gloria o las oscurece según su capricho más que según la verdad. Las hazañas de los griegos, a mi juicio, fueron bastante grandes y magníficas, pero algo menos sin embargo de lo que dice la fama. Pero como nacieron allí escritores geniales, por todo el orbe terráqueo sus hechos se celebran como los más grandes. Así el mérito de los que obraron se valora en cuanto lograron exaltarlo con sus palabras preclaros ingenios. Pero el pueblo romano nunca tuvo abundancia de ellos, porque los hombres más valiosos eran los más ocupados; el ingenio nadie lo cultivaba sino al mismo tiempo que el cuerpo, los hombres mejores preferían obrar a escribir; que sus acciones fueran alabadas por otros a narrar ellos las ajenas.
Pero luego que la república fue creciendo por su esfuerzo y por su justicia, que fueron domeñados mediante guerras poderosos reyes, sometidos pueblos salvajes y enormes países, que Cartago, émula del poder romano, desapareció de raíz y que todos los mares y tierras le quedaron abiertos, comenzó a mostrarse cruel la fortuna y a alterarlo todo. A los que habían soportado facilmente las fatigas, los peligros, las situaciones dudosas y complicadas, el ocio y las riquezas -cosas deseables en otras circunstancias- les resultaron cargas y miserias. En efecto, primero creció el ansia de dinero, después la de poder; esto fue como la raíz de todos los males, pues la avaricia aniquiló la buena fe, la honradez y todas las otras buenas prácticas; en su lugar enseñó la soberbia, la crueldad, el descuidar los dioses, el considerar todo banal. La ambición forzó a muchos mortales a hacerse falsos, a tener guardada una idea en el pecho y otra pronta en la lengua; a estimar las amistades y enemistades no en sí, sino en sus ventajas, y a ser buenos más en el rostro que en el alma. Estos vicios primero crecían poco a poco, y se castigaban de vez en cuando; pero después, cuando el contagio lo invadió todo como una epidemia, se transformó la ciudad y el poder se hizo, de justo y provechoso que era, en cruel e intolerable.
En el primer momento más excitaba los espíritus humanos la ambición que la avaricia; a pesar de todo, aquel vicio estaba más cerca de la virtud. En efecto, la gloria, los honores, el poder los desean para sí tanto el hombre de mérito como el inepto; aquél marcha por el camino recto; éste, como que le faltan recursos, lucha con engaños e intrigas.
La avaricia consiste en el deseo de dinero, que no ha deseado ningún sabio; como impregnada de un veneno ponzoñoso, enerva cuerpo y espíritu varoniles, es siempre ilimitada e insaciable y no mengua ni con la abundancia ni con la escasez.
Pero desde que Lucio Sila asumió el poder con ayuda de las armas y dio mal resultado a unos buenos comienzos, todo el mundo robaba, saqueaba, tomaba uno una casa, otro unos campos; los vencedores no tenían medida ni moderación, cometían detestables y crueles atropellos contra los ciudadanos. A esto se le añadía el que Lucio Sila había tenido, en contra de la tradición, en un plan de grandeza y excesiva libertad al ejército que mandaba en Asia, con objeto de mantenerlo fiel a su persona. Lugares encantadores, voluptuosos, habían seducido fácilmente en el ocio el alma ruda de los soldados. Allí se acostumbró por primera vez el pueblo romano a hacer el amor, a beber, a admirar estatuas, cuadros, vasos tallados, a robarlos a particulares o a ciudades, a despojar los templos, a profanar toda clase objetos, sagrados y comunes. En consecuencia, tales soldados, cuando alcanzaron la victoria nada dejaron a los vencidos ¡Ya la prosperidad relaja el espíritu de los sabios para que hombres de costumbres tan corrompidas se moderasen en la victoria!"
Me entusiasmó la 'Conjugación de Catilina' de Salustio con sólo leerme algunas líneas, dejando de lado si estoy de acuerdo o no con algunos de sus razonamientos. A mi entender, Salustio puede errar en muchas cosas, pero no anda equivocado ¿Por qué? Sencillo, porque mentalmente es fuerte, maduro, equilibrado ¡Intelectualmente desprende decisión, firmeza, 'imperium' por decirlo en latín! Nos enseña muchas cosas con pocas palabras. Su estilo para nada es simple, sino que representa un máximo económico: concentra un sumo de potencia en un mínimo espacio. Eh aquí un síntoma de alta cultura.
He traducido un fragmento de su obra:
"A todos los hombres que quieren aventajar al resto de animales les conviene procurar con el máximo empeño no pasar en silencio su vida, como los brutos, cuya naturaleza los fuerza a vivir inclinados y obedientes a los apetitos de su vientre.
Y es que nuestra fuerza no sólo reside en nuestro cuerpo, sino también en nuestro espíritu: lo mejor es usar el ímpetu de nuestra inteligencia para mandar y el del cuerpo para servir; el primero nos es común con los dioses, el otro con las bestias.
Por lo cual me parece que es más recto buscar la gloria con los recursos del ingenio que con los de la fuerza bruta, y, puesto que la misma vida, de la cual disfrutamos, es breve, hacer cuanto más posible largo nuestro recuerdo. Pues la gloria de las riquezas y de la belleza es pasajera y frágil; la virtud se mantiene distinguida y eterna.
No obstante, durante largo tiempo entre los mortales hubo una gran disputa sobre si por el vigor del cuerpo o por la virtud del espíritu avanzarían más las empresas militares. Y es que antes de luchar se precisa planear y, cuando hayas planeado, hay que obrar pronto.
Así ambas cosas, incompletas de por sí, cada cual precisa del auxilio de la otra.
Al comienzo, los reyes -Pues en la tierra éste ha sido el primer nombre de quienes mandan y poseen el poder-, por diversos caminos ejercitaban indistintamente tanto su ingenio como su cuerpo: también entonces la vida de los hombres transcurría sin ambición y a cada uno le satisfacía lo suyo. Pero después de que en Asia Ciro y en Grecia los lacedemonios y atenienses empezaron a someter ciudades y pueblos enteros, a tener por motivo de guerra el placer de dominar, a reputar la mayor gloria en el mayor poder, sólo entonces se reconoció a fuerza de experiencia y trabajos que en la guerra el ingenio podía más. Y si el valor del espíritu de los reyes y de los generales fuera igual de potente y audaz en la paz como lo es en la guerra, más equilibrados y constantes marcharían los negocios humanos y no se vería ni cambiar las cosas de un sitio a otro ni estar todo mudado y mezclado, porque el poder fácilmente se retiene con las mismas artes con las que se consiguió en un principio. Pero cuando han irrumpido en lugar del trabajo la desidia y la ambición, en lugar de la continencia y la equidad el desenfreno y la soberbia, la fortuna se trastoca y corrompe, a la par que las costumbres. Así, el poder pasa de manos del menos hábil al más aprovechado.
Los hombres aran y cultivan, navegan y edifican; todas estas cosas obedecen a la virtud. Pero muchos mortales dados al vientre y al sueño, ignorantes e ineducados, han pasado la vida vagabundeando: para los cuales realmente contra naturaleza el cuerpo era fuente de placer, mientras que el alma una fatigosa carga.
Yo, la vida y la muerte de éstos las estimo por igual, porque se guarda silencio sobre ambas.
Pues, en verdad, me parece que vive y disfruta del alma aquel que dedicado algún negocio, persigue la fama de una acción distinguida o de una buena arte. Mas en la gran multiplicidad de opciones la naturaleza muestra a cada uno su camino a seguir.
Es hermoso hacer bien a la República [el Estado] incluso hablar bien no está fuera de lugar. Es lícito hacerse famoso por la paz o por la guerra. Tanto los que actuaron como los que escribieron las acciones de aquellos reciben una gran alabanza. Y desde luego, aunque de ningún modo sigue igual gloria al escritor que al autor de los hechos, con todo, me parece especialmente arduo escribir sobre las hazañas: en primer lugar porque los hechos deben ser igualados por las palabras y después, porque los más toman por malevolencia o por envidia las cosas que que uno ha juzgado como faltas. Y cuando se exalta el gran valor y la gloria de los hombres de bien, aquello que cada uno cree que le sería fácil también realizar lo acepta de buen grado, mientras considera ficticio todo lo demás y lo toma como falso.
Siendo yo jovencillo, al principio, como los más, me lancé con afición a la política, y allí muchas cosas me fueron contrarias. Pues en lugar del pudor, de la integridad, del valor, regían la astucia, el soborno, la avaricia. Y aunque mi espíritu, desconocedor de las malas artes despreciaba todo esto, no obstante entre tan grandes vicios mi indefensa edad se corrompía con la ambición. Y aunque disentía de las malas costumbres de los demás, el ansia de honores me aguijoneaba no menos que a otros con la maledicencia y la envidia.
Así pues, cuando mi espíritu descansó de las muchas miserias y peligros decidí que debía mantener el resto de mi vida lejos de la política. No me propuse malgastar un ocio valiosísimo en la indolencia y la desidia, ni por supuesto pasar la vida cultivando el campo o cazando, entregado a tareas serviles, sino que, volviendo al proyecto y al empeño de los que una funesta ambición me había apartado, determiné escribir por episodios las gestas del pueblo romano según cada cual me pareciesen dignas de memoria; y más por el hecho de que mi espíritu estaba libre de expectativas, de miedos y partidismos.
Por tanto, sobre la conjugación de Catilina hablaré con pocas palabras lo más verazmente posible, pues yo considero este hecho especialmente memorable por la novedad del crimen y del peligro. Sobre las costumbres de este hombre debo exponer algunas cosas antes de dar a conocer el relato.
Lucio Catilina, nacido de noble estirpe, fue de gran vigor de alma y cuerpo, pero de carácter malo y depravado. A éste, desde la adolescencia, le resultaron gratas las guerras civiles, las matanzas, las rapiñas, las discordias ciudadanas, y en ellas tuvo ocupada su juventud. Su cuerpo era capaz de soportar las privaciones, el frío, el insomnio más allá de lo creíble para cualquiera. Su espíritu era temerario, pérfido, veleidoso, simulador y disimulador de lo que le apetecía, ávido de lo ajeno, despilfarrador de lo propio, fogoso de pasiones; mucha elocuencia, cordura poca. Su insaciable espíritu siempre deseaba cosas desmedidas, increíbles, fuera de su alcance. A este hombre, después de la dictadura de Sila le había asaltado un deseo irreprimible de hacerse dueño del Estado y no tenía escrúpulos sobre los medios, con tal de procurarse el poder. Su ánimo feroz se agitaba más y más cada día por la disminución de su hacienda y por la consciencia de sus crímenes, incrementada por las malas artes ya apuntadas. Le incitaban además las costumbres corrompidas de la ciudad echadas a perder por dos males pésimos y opuestos entre sí: el libertinaje y la avaricia.
Puesto que la circunstancia ha traído a colación las costumbres de la ciudad, el asunto mismo parece aconsejarnos volver atrás y explicar brevemente las instituciones de los antepasados en la paz y en la guerra; cómo gobernaron la república y cuan grande la dejaron para que poco a poco se transforme de la más hermosa y excelente en la peor y más infame.
La ciudad de Roma, según mis noticias, la fundaron y la habitaron en un principio los troyanos, que fugitivos y bajo el mando de Eneas andaban errantes sin domicilio fijo. Se juntaron con ellos los aborígenes, raza salvaje de hombres sin leyes, sin mando, libre y sin freno. Es increíble recordar qué fácilmente se integraron después de que se reunieron dentro de unas mismas murallas aun siendo razas distintas y diferente lengua, y viviendo cada uno a su manera. Así, en poco tiempo, una muchedumbre heterogenia y errante se hizo ciudad gracias a la concordia. Pero después de que la república, acrecentada en habitantes, costumbres y tierras, parecía bastante próspera y poderosa, tal como suele ocurrir con las cosas humanas, de la opulencia nació la envidia. Por ello, reyes y pueblos vecinos empezaron a hostigarla y pocos de entre sus amigos vinieron a ayudarla, pues los demás, atenazados por el miedo, se mantenían a distancia de los peligros. Pero los romanos, alertas en la paz y en la guerra, actuaban con diligencia, se preparaban, se animaban unos a otros, salían al encuentro de los enemigos, y preservaban con las armas su libertad, su patria y su familia. Después, cuando con su valor habían ahuyentado los peligros, ofrecían su ayuda a los aliados y amigos y se ganaban amistades más por los favores que daban que por los recibidos. Tenían un poder legítimo bajo el nombre de 'rey'. Hombres escogidos, que tenían el cuerpo debilitado por los años pero el espíritu capacitado por la experiencia, velaban por el bien del Estado. Por su edad o por la semejanza de sus tareas se los llamaba 'padres'. Después, cuando el poder real que en un principio había servido para conservar la libertad y engrandecer la república, desembocó en el orgullo y la tiranía, se cambió el sistema y crearon un gobierno anual y dos magistrados. Creían que de esta manera el espíritu humano no se insolentaría por la falta de freno.
Con este motivo empezó cada cual a tener más estima de sí mismo y a descubrir mejor sus facultades. Pues los reyes desconfían más de los capaces que de los inútiles y tienen siempre temores de la valía ajena.
Es increíble pensar cuanto creció la ciudad en tan poco tiempo cuando consiguió la libertad; tanto había aumentado el deseo de gloria. Primeramente la juventud, des del momento en que podía soportar una guerra, aprendía el oficio militar en los campamentos, por el trabajo y la práctica, y tenía más pasión por las brillantes armas y los caballos militares que por las mujerzuelas y las comilonas; de esta manera a tales individuos no les extrañaba ninguna fatiga, ningún terreno por áspero o dificultoso que fuera, no temían enemigo armado: su valor lo vencía todo; de gloria sí había una gran emulación entre ellos: cada uno se apresuraba a causar heridas en el enemigo, a escalar los muros, a ser visto mientras hacía tales hazañas; esto consideraban riquezas, esto gran renombre y nobleza. Eran ávidos de alabanza, generosos con el dinero; querían una gloria enorme, una riqueza honesta. Podría recordar en qué puntos el pueblo romano con un pequeño ejército destrozó numerosas tropas enemigas y qué ciudades, protegidas naturalmente, tomó al asalto, si esta explicación no me llevase demasiado lejos de mi propósito.
Ciertamente la fortuna gobierna todas las cosas; esta potencia les da la gloria o las oscurece según su capricho más que según la verdad. Las hazañas de los griegos, a mi juicio, fueron bastante grandes y magníficas, pero algo menos sin embargo de lo que dice la fama. Pero como nacieron allí escritores geniales, por todo el orbe terráqueo sus hechos se celebran como los más grandes. Así el mérito de los que obraron se valora en cuanto lograron exaltarlo con sus palabras preclaros ingenios. Pero el pueblo romano nunca tuvo abundancia de ellos, porque los hombres más valiosos eran los más ocupados; el ingenio nadie lo cultivaba sino al mismo tiempo que el cuerpo, los hombres mejores preferían obrar a escribir; que sus acciones fueran alabadas por otros a narrar ellos las ajenas.
Pero luego que la república fue creciendo por su esfuerzo y por su justicia, que fueron domeñados mediante guerras poderosos reyes, sometidos pueblos salvajes y enormes países, que Cartago, émula del poder romano, desapareció de raíz y que todos los mares y tierras le quedaron abiertos, comenzó a mostrarse cruel la fortuna y a alterarlo todo. A los que habían soportado facilmente las fatigas, los peligros, las situaciones dudosas y complicadas, el ocio y las riquezas -cosas deseables en otras circunstancias- les resultaron cargas y miserias. En efecto, primero creció el ansia de dinero, después la de poder; esto fue como la raíz de todos los males, pues la avaricia aniquiló la buena fe, la honradez y todas las otras buenas prácticas; en su lugar enseñó la soberbia, la crueldad, el descuidar los dioses, el considerar todo banal. La ambición forzó a muchos mortales a hacerse falsos, a tener guardada una idea en el pecho y otra pronta en la lengua; a estimar las amistades y enemistades no en sí, sino en sus ventajas, y a ser buenos más en el rostro que en el alma. Estos vicios primero crecían poco a poco, y se castigaban de vez en cuando; pero después, cuando el contagio lo invadió todo como una epidemia, se transformó la ciudad y el poder se hizo, de justo y provechoso que era, en cruel e intolerable.
En el primer momento más excitaba los espíritus humanos la ambición que la avaricia; a pesar de todo, aquel vicio estaba más cerca de la virtud. En efecto, la gloria, los honores, el poder los desean para sí tanto el hombre de mérito como el inepto; aquél marcha por el camino recto; éste, como que le faltan recursos, lucha con engaños e intrigas.
La avaricia consiste en el deseo de dinero, que no ha deseado ningún sabio; como impregnada de un veneno ponzoñoso, enerva cuerpo y espíritu varoniles, es siempre ilimitada e insaciable y no mengua ni con la abundancia ni con la escasez.
Pero desde que Lucio Sila asumió el poder con ayuda de las armas y dio mal resultado a unos buenos comienzos, todo el mundo robaba, saqueaba, tomaba uno una casa, otro unos campos; los vencedores no tenían medida ni moderación, cometían detestables y crueles atropellos contra los ciudadanos. A esto se le añadía el que Lucio Sila había tenido, en contra de la tradición, en un plan de grandeza y excesiva libertad al ejército que mandaba en Asia, con objeto de mantenerlo fiel a su persona. Lugares encantadores, voluptuosos, habían seducido fácilmente en el ocio el alma ruda de los soldados. Allí se acostumbró por primera vez el pueblo romano a hacer el amor, a beber, a admirar estatuas, cuadros, vasos tallados, a robarlos a particulares o a ciudades, a despojar los templos, a profanar toda clase objetos, sagrados y comunes. En consecuencia, tales soldados, cuando alcanzaron la victoria nada dejaron a los vencidos ¡Ya la prosperidad relaja el espíritu de los sabios para que hombres de costumbres tan corrompidas se moderasen en la victoria!"
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